Tengo la convicción avalada por mis años de educador de que, quien no se ha sentido suficientemente amado, es probable que terminará teniendo dificultades para amar.
Del mismo modo creo que sucede con la virtud de la misericordia puesta especialmente a consideración y a cultivo en este año por el papa Francisco: quien no ha sentido próximo un corazón que compadece, que se apiada, que comprende y perdona, difícilmente podrá ejercer la misericordia. Por eso, la invitación papal a atender este valor, me hace saltar espontáneamente al espacio de la educación y recordar actitudes docentes tan presuntuosamente justas y cartesianas que expulsan de la acción docente toda concesión y toda consideración del mundo afectivo del educando.
Se alega el peligro del subjetivismo y el riesgo de reducir el papel del educador a una función asistencial. Ante la petición de comprensión (de misericordia) para un alumno en dificultades ¿quién no ha sido testigo de expresiones como: a todos o a ninguno, no somos ni sus papás ni hermanitas de la caridad?
Alain Touraine en su Crítica de la modernidad pone de relieve ese sesgo que dieron los ilustrados a la educación y que todavía lastra a muchos educadores: se nos ha querido imponer el principio de que había que renunciar a la idea de sujeto para hacer triunfar la ciencia, que había que ahogar el sentimiento y la imaginación para liberar la razón.
Así mismo, C.S. Lewis, preocupado por los derroteros que toman muchos maestros cultivadores del objetivismo científico en las aulas y temeroso de que éste sea un camino para “La abolición del hombre”, escribe: por cada alumno que necesita ser protegido de un frágil exceso de sensibilidad hay tres que necesitan ser despertados del letargo de la fría mediocridad. El objetivo del educador moderno no es el de talar bosques, sino el de irrigar desiertos. La correcta precaución contra el sentimentalismo es la de inculcar sentimientos adecuados. Agotar la sensibilidad de nuestros alumnos es hacerles presa fácil del proselitista de turno. Su propia naturaleza les llevará a vengarse, y un corazón duro no es protección infalible frente a una mente débil. (…) Una buena educación refuerza algunos sentimientos mientras que rechaza otros.
Y es que, cuando se considera a la escuela primariamente como un filtro social de los más capacitados, como inversión económica que ha de ser social e individualmente rentable en la cuenta de resultados, virtudes como la misericordia estorba al cumplimiento de la ley capital de la evolución: la de la selección de las especies productivas; se piensa que retiene en la vida escolar y social a sujetos poco dotados y con ello debilita la calidad e incluso la vida colectiva. Por eso Nietzsche considera la misericordia como una debilidad que dificulta el advenimiento del superhombre y no como una virtud.
Va tomando aposento entre los educadores la expresión “inteligencia emocional” para referirse al manejo funcional del mundo de las emociones, manejo al que acertadamente se han referido educadores con menos ínfulas de transmodernidad como “educación del corazón”.
Educación del corazón que hace referencia a lo que san Agustín define como “ordo amoris”, la ordenada condición de los sentimientos por la que a cada objeto se le atribuye el tipo y el grado de amor que le corresponde, cosa que ha de aprender a discernir el buen juicio (en De Civ. Dei, XV, 22).
Ser misericordiosos con los educandos y educar en la misericordia sus corazones dentro de un contexto cultural en el que parece imperar un individuo sin prójimo, una libertad sin alteridad, un poder sin amor. Este es el reto.
Decía Benedicto XVI: Sólo somos libres si alguien nos hace libres por el amor, y libres absolutamente sólo puede hacernos un amor absoluto. Y me atrevo a añadir: Y no hay verdadero amor sin “una buenísima mala memoria”: sin la misericordia y el perdón.