Por Equipo Pedagógico Ágora
Sor Isabel Guerra es monja cisterciense en el monasterio de Santa Lucía de Zaragoza desde 1970, donde entró con 23 años, iniciada ya su trayectoria como pintora. Desde muy joven desarrolló su talento de forma autodidacta. Asidua del Museo del Prado, descubrió a los grandes genios de la pintura, quienes se convirtieron en sus verdaderos maestros, especialmente Velázquez.
En sus cuadros acierta a sublimar el instante, haciéndolo atemporal a través de la luz que envuelve a las figuras y suaviza las formas, recreando ambientes de quietud y silencio. Son un canto a la belleza que nos rodea por todas partes.
En el lienzo titulado «Trabajando en la paz» contemplamos una estampa sencilla, en la que el tiempo y la luz se han detenido sobre una mujer joven, una religiosa que, con su inmaculado delantal y sentada en una humilde silla, realiza una tarea anodina en apariencia: está pelando unas patatas. Pero todo en su sencillez irradia belleza interior.
Jarras y cuencos de barro la rodean: a sus pies, en una mesita cercana, en su regazo sobre el delantal… La luz que se extiende sobre los tejidos blancos y los brillantes cacharros ilumina la estancia y la figura de la mujer, y todo resplandece. La mujer, discretamente tocada, se muestra hermosa. Atiende con destreza y pleno esmero a su elemental tarea, tan importante como la que más, reinando entre los cacharros, las cebollas y las patatas a sus pies.
La escena irradia una paz en la que resplandece toda la hermosura del mundo. Y es que no hay nada más bello que el soberano gesto en el que todo canta el gozo de un día cualquiera. Es que Dios anda entre los cacharros. Con las mondas que se deslizan entre sus manos, esta mujer —ora et labora— está redimiendo el mundo.
La pintura serena de sor Isabel es una llamada a la paz interior. Su realismo es un lenguaje propio que dice lo esencial. La luz de sus cuadros capta el halo del Amor que rezuman todas las cosas, para ofrecerlo como un hallazgo gozoso. «La belleza —afirma sor Isabel— es la sonrisa de Dios entre los hombres».
Por eso su pintura es religiosa, no porque figuras sagradas nos contemplen desde sus lienzos. Son motivos sencillos y cotidianos, a menudo muchachas y niñas que parecen meditar, o las religiosas que trabajan en la huerta todos los días, entre los pucheros y las mondas de patatas, para escribir el poema de la vida. Rodeadas de la luz que las modela, hablan en silencio del infinito valor que reside en su ahora.
Y, sin quererlo, por obra del pincel y la mirada de la artista, el cuadro se convierte en revelación, en sensación de eternidad pausada y atrayente. Afirma también sor Isabel: «es preciso guardar el silencio adecuado a la escucha de la Palabra para reconocer que toda belleza es reflejo de la Belleza infinita». Y todo acontece en ese escenario que es una puerta abierta al paraíso de cada día, en el que el tiempo parece haberse detenido hecho luz. Sor Isabel es considerada la «pintora de la luz». Bien podría llamarse también la «pintora del momento presente».