Por Francisco Cerro Chaves
Arzobispo de Toledo y Primado de España
«Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin» (Ap 22,13). Estas palabras de Jesús con las que prácticamente se cierra la revelación de Dios en el último libro de la Escritura, son las que acompañan la incisión del cirio pascual en la Vigilia del Domingo de Pascua y señalan la dimensión universal que tiene el acontecimiento de Jesucristo para todo tiempo y todo lugar.
A la Iglesia de Cristo, pronto se la conoció como la «católica», que significa precisamente «universal». San Ignacio de Antioquía, en torno al año 110, ya escribía a los fieles de Esmirna: «Donde esté el obispo, esté la muchedumbre, así como donde está Jesucristo está la Iglesia católica». Y cuando los primeros concilios ecuménicos tuvieron que describir las notas de la verdadera Iglesia de Cristo, incluyeron esta característica para identificar y significar la misión de los creyentes: la Iglesia es una, santa, católica y apostólica (I Concilio de Constantinopla, año 381).
Desde entonces, esa universalidad ha impregnado la misión de la Iglesia, que ha querido llegar a todos, y, asistida por el Espíritu Santo, se propagó admirablemente por todo el mundo conocido en muy pocos años, hasta el punto de que muchos consideraron este fenómeno como un signo de su origen divino.
En este número, la revista Estar quiere ofrecer una panorámica de lo que puede ofrecer «lo católico» a nuestro mundo. Y, para contribuir a ello, considerando que la catolicidad no solo se refiere al espacio o a una época determinada, sino que abarca todo tiempo y todo lugar, quiero ofrecer unas pinceladas con los elementos, de ayer y hoy, que ayudan a iluminar nuestra misión como católicos.
Lo «católico» en nuestra historia
Sería pretencioso querer exponer en estas pocas líneas la contribución de la Iglesia a la construcción de la cultura occidental, y desde ahí, a tantos otros lugares. Sin embargo, es bueno repasar algunas de las áreas en las que sin la presencia de «lo católico», nuestro tiempo sería muy distinto de como lo conocemos.
Ya Benedicto XVI, en su famoso discurso de la Universidad de Ratisbona, describía como providencial el encuentro del cristianismo con la cota alta del pensamiento humano que supuso la filosofía griega. Y ahí señalaba precisamente que el Dios Trinidad, actúa siempre «con Logos»(1), nunca contra la razón, y eso ha caracterizado la comprensión del diálogo de la Iglesia con todas las culturas. Desde los padres apologetas, el intento por llevar la luz de Cristo utilizando los recursos de las filosofías de su tiempo, sin aguar la originalidad cristiana, ha sido una constante del quehacer teológico.
Este esfuerzo misionero de utilizar la razón para indagar los misterios de la fe irradia sobre todos los ámbitos de las ciencias, puesto que el aporte de la revelación cristiana no solo ilumina los secretos de Dios, sino que también da un nuevo horizonte a la misma comprensión del mundo y del hombre.
Han sido muchos los historiadores de la ciencia que llegan a la conclusión de que la ciencia moderna solo ha podido nacer en el contexto cultural que forma la cosmovisión cristiana(2). De hecho, a pesar de que otras culturas antiguas ofrecieron ciertos rudimentos de las matemáticas o de la física, solo una concepción de la creación como obra de Dios, distinta de él, y, a su vez, con la huella de una inteligencia que permite estudiar su regularidad, y, en cierto sentido, predecirla, permitió el surgimiento de las ciencias experimentales tal como las conocemos hoy.
De todos es conocida la función de la universidad, como institución que sirve a la unidad y la universalidad del saber, que cristaliza precisamente en la cultura urbana medieval al abrigo de las escuelas catedralicias. Fueron hombres de fe los que, buscando las causas y el sentido último al que apuntaban los textos de la Escritura, han empeñado su vida en indagar los secretos del universo para reconocer al Creador y entender sus designios ínsitos en la naturaleza. No se entendería la astronomía sin Copérnico, la física sin Galileo o la genética sin Mendel, por solo citar a algunos.
Por otra parte, «la herencia artística de Occidente se halla tan fuertemente identificada con la imaginería católica, que nadie se atrevería a negar la influencia de la Iglesia»(3) en todas las artes. De hecho, la experiencia estética de abrirse a la belleza tiene un fuerte elemento de conexión con la experiencia religiosa, donde el hombre atisba la contemplación de la luz primigenia que «alumbra a todo hombre» (Jn 1,9). Esa via pulchritudinis de acceso al misterio ha generado las mayores y mejores obras de nuestra arquitectura, como son las catedrales. Sería muy difícil interpretar la historia del arte sin referencia a los grandes personajes de la historia de la salvación, a las verdades de la fe católica, o a los mismos acontecimientos principales de la historia de la Iglesia.
No menos importante es la contribución que el estilo de la vida de la Iglesia ha dado a la configuración de nuestras sociedades. El centro vital, que supone la caridad en la vida de la comunidad cristiana, ha creado una sensibilidad por los más débiles e indefensos que ha dado el impulso fundamental a los primeros hospitales, a la vez que ha engendrado instituciones enteras dedicadas a la atención educativa de los más desfavorecidos, o a la acogida de los más vulnerables.
Los santos, que son los mejores hijos de la Iglesia, han sido antorchas de la civilización ante las grandes encrucijadas de la historia que empujaban a hacer opciones fuertes, para evidenciar la igual dignidad de todo ser humano: san José de Calasanz, san Vicente de Paúl, Sta. Teresa de Jesús Jornet o santa Teresa de Calcuta son solo algunos de los nombres sin los cuales la sensibilidad contemporánea no percibiría igualmente los derechos del hombre.
Hasta tal punto ha estado lo católico dentro de la entraña de nuestra cultura, que el derecho internacional nació de la reflexión de la Escuela de Salamanca tras el descubrimiento de América, como una respuesta evangélica y de salvaguarda de las nuevas gentes. También en el ámbito de la universidad católica, en la primera y la segunda escolástica, nace la «economía científica», teniendo presente el valor del trabajo como expresión de la dignidad del hombre en su condición de colaborador del Creador.
De alguna manera, podemos decir que la caridad cristiana cambió el mundo, buscando sanar el egoísmo que arrastra el ser humano desde la herida original, y fecundando el horizonte de la actividad humana, al darle la luz de la fe, la luz más potente para comprendernos e interpretar el sentido de la vida.
Lo «católico» en nuestro tiempo
La crisis que ha supuesto la secularización de tiempos recientes ha dejado a la Iglesia en una situación nueva en cierto sentido. De alguna manera, conservamos los mimbres de una civilización forjada sobre el cimiento de la fe católica. Pero, a la vez, muchos se empeñan en conducir los derroteros de la historia por un sendero totalmente distinto. Está claro que no vivimos en tiempos de «cristiandad», pero eso no nos asusta, más bien nos pone delante un reto de purificación y reforma para vivir una nueva vocación de catolicidad. No podemos vivir en la añoranza que ensordece la llamada de Dios a la Iglesia de hoy. Como decía san Agustín: «Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad, juzgas que esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos»(4). Solo Dios puede juzgar cada tiempo, a nosotros nos toca vivir los nuestros, que para nosotros son los mejores.
Me gusta repetir que de las crisis nos sacan los santos. Y es cierto que, en las grandes crisis de la historia, Dios se ha servido de un puñado de hombres, en algunos casos muy pocos, para llevar adelante su plan de salvación. Y esta advertencia de no estar pendiente de los números o de las corrientes dominantes, está escrita en el mismo Evangelio. Con tono cariñoso, el Señor ha dicho a los suyos: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros a vosotros el reino de Dios» (Lc 12,32). Y con ese mismo espíritu, nos ha recomendado tener paciencia en la siembra del Evangelio, siendo como levadura en la masa, y nos ha advertido de la mansedumbre con que debemos llevar adelante nuestro cometido «como ovejas en medio de lobos» (Mt 10,16).
El autor de la carta a Diogneto, en los primeros compases de la vida de la Iglesia, describía con imágenes muy potentes cómo una minoría puede convertirse en el alma de una generación: «Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. […] Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. […] Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo»(5).
En los tiempos más recientes, el papa Francisco encarna también una forma de entender la presencia de la Iglesia católica en este mundo tan complejo y cambiante. Quiero extraer, de su palabra y su vida, tres actitudes que pueden iluminar cómo el Evangelio de siempre puede dirigirse efectivamente a todos, manteniendo esa característica nota de la catolicidad que guía la misión de la Iglesia.
- Lo «católico» como estilo. Análogamente al esfuerzo que hizo el Vaticano II de presentar la verdad de siempre con un lenguaje más comprensible al hombre de este tiempo(6), en estos últimos años, el papa Francisco viene pidiéndonos y enseñándonos con su ejemplo una forma de dirigirnos a todos. Evitando poner las cuestiones polémicas en el centro, promoviendo la escucha activa y el diálogo con todos o cuidando el tono de nuestra propuesta. De hecho, la última convocatoria del Sínodo de los Obispos es una muestra de atención más que a los contenidos de la fe, a nuestra forma de vivirlos en cuanto a los procedimientos, en este caso, nuestra manera de ser Iglesia. Vivimos en un mundo muy sensible a los gestos y en el que valen mucho las imágenes. Nuestro ser católico arranca en una verdadera universalidad del corazón, que se abre a la universalidad del amor redentor del Corazón de Jesucristo. Algún autor reciente ha hablado del cristianismo como estilo(7), y en esta línea, podemos hablar de lo católico como estilo.
- La extensión de la fraternidad y el cuidado de «lo común». En su última encíclica, el papa Francisco ha hecho precisamente una llamada a la Iglesia a vivir la universalidad del amor cristiano. Escribe en la presentación: «Las siguientes páginas no pretenden resumir la doctrina sobre el amor fraterno, sino detenerse en su dimensión universal, en su apertura a todos»(8). Y en esa clave hay que leer toda la enseñanza social del sumo pontífice. Un intento de hablar al mundo contemporáneo desde la condición de hermano de todos, solidario con toda la humanidad, como lo han comprendido san Francisco de Asís o el beato Carlos de Foucauld. En esta línea, la condición de la Iglesia como familia de los hijos de Dios, está llamada a ensancharse, no solo en clave de espera pasiva, sino «en salida», buscando a los hombres para ofrecerles esa sanación de las relaciones humanas que trae Jesucristo. En esa clave, tiene sentido la consideración de nuestro planeta como la casa común, en la que la sensibilidad hodierna por la ecología se enfoca consecuentemente desde el prisma de la ecología humana integral.
- El discernimiento sobre la persona, que está en el centro. Dios no ama a una multitud anónima, sino que conoce y ama a cada uno. La catolicidad del amor cristiano es también así: a todos y a cada uno. En ese sentido, y para ayudar a superar la aparente dialéctica entre lo universal y lo particular, entre el bien común y el del individuo, el papa ha introducido muy sabiamente el recurso al espíritu de discernimiento. Que, unido al discernimiento de espíritus, largamente practicado en la tradición espiritual jesuítica, se convierte en una herramienta indispensable para conducir, a la comunión con Dios, a un mundo sumamente plural. La atención al individuo, a sus procesos, a sus necesidades, es un acento muy necesario si queremos que nuestra pastoral sea verdaderamente católica, que pueda llegar a todos.
En suma, tenemos elementos suficientes para comprender el sentido de esa universalidad «católica» en las trazas de la historia y en los signos de identidad de la Iglesia de nuestro tiempo. No podemos olvidar esta vocación. Cuando los israelitas olvidaban la promesa universal hecha a Abrahán(9), venían todos los males del estrechamiento nacionalista que los profetas sofocaban presentando al único Dios creador y salvador. Pues tampoco nosotros hoy podemos ceder a la tentación de estrechar nuestras miras a unos pocos o a algunos campos de nuestra sociedad. Llevar el evangelio con la vida a todos los sectores de la actividad humana es parte del ADN de la Iglesia. Solo así se consolida «lo católico en el mundo».
Notas
1 Acta Apostolicae Sedis 98/10 (2006), p. 731.
2 Vid. v.gr. Stanley Jaki, “The roads of science and the ways to God” (1978); Pierre Duhem, “Le système du monde. Histoire des doctrines cosmologiques de Platon à Copernic” (1913-1959); Alexandre Koyré, “Études d’historie de la pensée scientifique” (1973).
3 Thomas E. Woods, “Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental” (2007).
4 Sermón Caillau Saint-Yves 2, 92.
5 Cap. 5-6; Funk 1, 317-321.
6 S. Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Gaudet Mater Ecclesia (11-X-1962).
7 Vid. Christoph Theobald, Le christianisme comme style (2007).
8 Carta encíclica Fratelli tutti, n. 6.
9 “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gén 12,3).