El pasado 6 de noviembre, en el marco del VIII Encuentro Laicos en Marcha, se estrenó el musical Flores en el desierto. Narra extraordinariamente bien el éxodo de un grupo de niñas y mujeres, desde la desolación de su pueblo en Libia, arrasado por los terroristas, hasta alcanzar la tierra de liberación en Egipto.
Conocemos bien los desiertos como lugares físicos: eriales inhóspitos, secos, desprovistos de plantas que proporcionen sombra o alimento… Y reconocemos también los desiertos humanos: ambientes privados de esperanza, sin calidez, carentes de belleza e incapaces de saciar el hambre y la sed del corazón humano. Cuántas etapas de nuestra vida son igualmente travesías por desiertos interiores desoladores…
También Jesús conoció los desiertos físicos y humanos. Al comienzo de su vida pública fue llevado por el Espíritu Santo al desierto, y allí durante cuarenta días sintió hambre y fue tentado. Él conoce bien nuestros desiertos: nuestra hambre y nuestra sed (física e interior), y para remediarlas se convirtió en nuestro alimento y bebida.
Por eso, cuando los judíos le reprocharon: Nuestros padres comieron el maná en el desierto, ¿qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Jesús se acordó del hambre del desierto y les contestó: Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás.
¿Somos conscientes del regalo inmenso que hemos recibido en Jesucristo: el pan y el agua que necesitamos para nuestra travesía por el desierto de la vida? Este regalo nos impulsa a escuchar al Señor, que sigue contemplando a tantos hombres y mujeres sedientos y grita también hoy: El que tenga sed, que venga a mí y beba: de sus entrañas manarán ríos de agua viva. ¿Cómo escucharán nuestros contemporáneos el grito del Señor, cómo conocerán su sed de saciar nuestra sed, y su hambre de saciar nuestra hambre, si no nos ponemos en movimiento y nos dejamos enviar?
Jesús quiere hablar a nuestro mundo sediento más por nuestras obras que por nuestras palabras. Estamos llamados a ser flores en el desierto, plantas capaces de aportar sombra, agua y alimento a cuantos peregrinan a nuestro lado.
Cuando el desierto recibe agua florece: las semillas que estaban dormidas germinan, las plantas se desarrollan y todo el yermo se viste de hermosura y de fragancias insospechadas… Estas flores anónimas no hacen campañas de evangelización: aportan su belleza y regalan su aroma, y ese es su mensaje. Pero poco a poco van generando el ambiente propicio para que otras plantas y animales también se asienten… hasta transformar el desierto.
Y se cumple así la profecía de Isaías que resuena en el Adviento: El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá, germinará y florecerá como flor de narciso (…) porque han brotado aguas en el desierto y corrientes en la estepa. Son las aguas que trae el Niño nacido en Belén: cuando broten un día de su costado colmarán nuestra sed y transformarán el desierto del mundo en un vergel. ¡Que Jesús Niño, la flor bajada del Cielo, nazca en nuestros desiertos y los haga florecer, y nos haga, con Él y en Él, flores en el desierto!