Andas por la casa, estás tan habituado a lo que te envuelve que pasas indiferente a todo lo que hemos recibido, inadvertido, como si nada. De pronto, me hacen caer en la cuenta, con un toque amable, del hábito frecuente del P. Morales de comenzar sus charlas y homilías con un cuadro valioso o con una imagen de prestigio reconocido. Vaya por Dios, y yo sin saberlo. Esta página estaba bajo el amparo e inspiración del P. Morales. Me enorgullece haber sido el amanuense que a su dictado, ha ido pergeñando unas páginas que sólo han pretendido, por el camino de la belleza, amar con locura al Dios que tiene Corazón; y a su Madre, nuestra Madre la Virgen María.
El venerable padre Tomás Morales dedicó sus afanes a lanzar dardos encendidos de amor, vinieran de donde vinieran, para el más amar de la escuela ignaciana. Nuestro José Luís Acebes ha preparado una antología de obras comentadas que han de hacer un bien asegurado, porque la verdadera belleza nos predispone al asombro de Dios, creador, padre y redentor mío, por ser quien es, bondad infinita.
Hoy ante la maravilla de El expolio del Greco, no me entretengo con la asombrosa combinación de colores, ni con el acierto de la composición, ni con los contrastes anímicos de los personajes, ni con el pudoroso y dolorido gesto de las tres Marías, que evitan ver el inminente desnudar de Cristo y observan compungidas el lugar del clavo y del tormento. No quiero ver el reflejo de la armadura del soldado. Ni siquiera la sabia decisión de haber colocado el cuadro en el espacio religioso en que los sacerdotes se iban a revestir para celebrar el sacrificio místico de la Cruz, mientras al maestro lo desnudan. No.
El Expolio ha sido pintado para orar: frente al griterío de las gentes, el pasar del Centurión o la profesional crueldad de los verdugos, la majestuosidad de un Dios encarnado que nos redime. El Greco nos presenta la majestuosidad en el sufrimiento espiritual, pero en cuanto lo despojen de sus vestiduras, aparecerá su laceración inmisericorde. Cómo me conmueve que el dedo gordo del pie de Cristo, al sentir el dolor del pequeño guijarro, lo levante delicadamente.
He encontrado un soneto del que los tercetos nos presentan el antes y el después del sufrimiento y su inalterable y majestuosa realeza:
ECCE HOMO. ECCE, DOMINUS MEUS
Mi alma contemplaba anonadada La sangre, la hinchazón, el sufrimiento. “Es el Hombre, me dije, y mi pecado”.
Que era El Señor lo vi en su mirada. Rey, en su paz, en medio del tormento. Y a mi Dios, en su pecho enamorado.