
Pasear por Londres es un espectáculo muy aconsejable. No solo por el arte y la historia que encierra, sino por los propios habitantes y turistas que cada día viven en ella. Un mosaico de razas, lenguas y culturas. Aunque hoy día es fácil orientarse gracias a los teléfonos móviles, en ocasiones es inevitable necesitar la ayuda de algún londinense para que te dé la información puntual o te oriente. En Londres, como en Madrid, como en cualquier gran ciudad, todo el mundo tiene prisa y cara de preocupación o de tener muchas cosas que hacer, por lo que abordar a alguien no es tarea fácil. En ello estaba una tarde buscando la parada de un autobús cuando vi un cartel con el siguiente texto: «Please, smile at strangers» (Sonría a los extranjeros).
La sonrisa es como abrir la puerta de nuestra comunicación. Un rostro serio no invita a una conversación amable. Sonreír es mostrar la satisfacción alegre del encuentro con otra persona, es como decirle: «de entrada, ya es bueno que tú estés aquí frente a mí, y te doy pie a que dialoguemos».
Tal vez sean las prisas, tal vez el exceso de preocupaciones, tal vez el individualismo, tal vez el temor a lo desconocido, tal vez la timidez, o tal vez sean todas las cosas a la vez, pero resulta muy desagradable la sensación de sentirse extraño, extranjero en otra tierra. Para ser feliz el ser humano necesita comunicarse y sentirse acogido por los demás. No en vano, una de las mayores penas que se daban en la antigüedad era el ostracismo, es decir, obligar a un ciudadano a abandonar la ciudad, la patria, el lugar de los antepasados donde tenía sus raíces.
El desarraigo es una situación antinatural, porque, así como las plantas no pueden vivir sin raíces, tampoco el ser humano. No en vano, cuando alguien se asienta fuera de su casa y se siente cómodo, suele decir «yo ya he echado raíces aquí».
Hay ciudades, comunidades y regiones donde es fácil sentirse como en la propia casa o tierra. Por el contrario, otras en las que el extranjero siempre será extraño, «no es de los nuestros y si quiere integrarse, ha de hacer un esfuerzo añadido para identificarse con nuestra lengua, usos y costumbres». En este caso, el extranjero, ser humano que necesita sentirse acogido por la comunidad, debe mantener una tensión permanente para representar que es más de la tierra que los propios autóctonos, a costa de perder su identidad y sus raíces. En caso contrario, está condenado a la soledad y a la incomprensión.
Me vienen estas reflexiones a la mente cuando observo que España se ha convertido en un país de emigrantes. Basta pasear por cualquiera de nuestras ciudades o desplazarse en transporte público. Estamos siempre acompañados de personas de distintas raza, cultura, lengua y religión.
Por contraste, basta recordar que hace unas décadas éramos los españoles los que emigrábamos. Entre ellos, me viene a la memoria el recuerdo de mi padre que, como miles de españoles, marchó al extranjero en busca de un futuro mejor para su familia. Mi padre no solía contar las dificultades que junto a sus compañeros tuvo, pero por terceras personas, entre ellas una monja española que se dedicaba a la acogida y asesoramiento de esos hombres, sé del sufrimiento que padecían, del drama humano que suponía, aun teniendo trabajo —los contratos laborales se hacían en España—, la soledad, las dificultades de todo tipo, la falta de comunicación con la familia y un cierto sentimiento de inferioridad por el trato recibido. Algunos, me contaba esta religiosa, sencillamente no aguantaron.
Conviene que, al ver a los miles de emigrantes que nos rodean, tengamos presente el recuerdo de los españoles que, como mi padre, salieron fuera a labrar un futuro mejor para ellos y sus familias.
Por otro lado, es normal que la presencia del extraño produzca una cierta inquietud ya que nos saca de la zona de confort: modos de ser distintos, a veces percibidos como amenazantes, usos y costumbres que no son los habituales y que incluso nos disgustan. Por ello, al extranjero se le ha visto o bien como algo exótico, como algo bueno que se soporta si nos trae riqueza o, sencillamente, como un peligro. De ahí la aparición de las fronteras.
Frente a ese hecho, derivado de la condición humana, el cristianismo introdujo dos ideas revolucionarias. Por un lado, la filiación divina: nadie se había atrevido a llamar Padre a Dios, y por lo tanto somos hijos suyos. La segunda idea es una consecuencia práctica no menos revolucionaria: la fraternidad universal. El otro, por distinto, distante y extraño que me parezca, es hermano mío y como tal le debo tratar. Así ocurre con el buen samaritano del Evangelio, ese extranjero procedente de la región montañosa Samaría, por lo tanto, objeto de toda sospecha y prejuicio. Ese, precisamente ese, y no los israelitas, es el modelo que pone Jesús en esta parábola, un inmigrante que dio una lección a todos.
España es tierra de inmigrantes. En cualquier ciudad tenemos la oportunidad de encontrarnos en cada esquina, o autobús con ellos.
Surgen muchos interrogantes y problemas, algunos deben resolverlos las instituciones, otros las organizaciones sociales. Pero como en el adagio chino: «Si cada uno barre su puerta, la calle estará limpia». Cuesta poco barrer la puerta del encuentro personal: «Al menos sonriamos al extranjero».