«Lo esencial es invisible a los ojos», decía El Principito. Hoy día, por el contrario, queremos basar todo en evidencias empíricas, en investigaciones y resultados, pero ocurre que cuando profundizamos un poco en las cosas importantes de la vida, sentimos una cierta inquietud o, lo que es peor, debemos confesar nuestra ignorancia al respecto. San Agustín decía que «el tiempo es aquello que si no me lo preguntan sé lo que es, pero si me lo preguntan no acierto a saberlo». Lo mismo podríamos decir de la libertad, el amor o la educación.
Aquí subyace uno de sus grandes problemas: no sabemos ni nos atrevemos a plantear el debate sobre qué es la educación; tal vez porque queremos evitar confrontaciones que nos evidencien la falta de fundamentos al respecto ya que, en el fondo, intuimos que tampoco sabemos hoy día qué es el ser humano y qué le distingue de los animales. Mientras tanto, nos entretenemos debatiendo sobre los medios, las nuevas tecnologías, los idiomas, las nuevas teorías o autores de moda que nos prometen la clave del éxito educativo.
Sorprende todo ello cuando en una sociedad en crisis, como se percibe en el ambiente político y social, en el clima escolar o en la calle —incluida la calle digital que son las redes sociales— todo acaba con la consabida frase: «Esto se arregla con educación». Pero si la propia educación —y no solo la enseñanza escolar— está en crisis, ¿cómo podemos salir de la situación?
Creo que es un acierto el título que le asigna el editorial de este número al tema central de la revista: la aventura de educar. En efecto, si alguna palabra puede, por analogía, describir qué es la educación, esa es la de aventura.
Aventura, en su etimología, significa, lo que va a venir, pero añade algo de sorpresa, imprevisto. La tarea de educar tiene mucho de aventura en la medida en que no podemos prever qué va a ocurrir, no es una tarea mecánica, no se trata de construir un edificio, esculpir una estatua o pintar un cuadro. La educación es el encuentro entre dos personas, el educador que tiene algo que enseñar o transmitir y el educando, que quiere o debe educarse pero que posee la capacidad de ser libre y, por tanto, de responder de un modo imprevisible o contrario al deseado. Es el misterio de la libertad, que como decía D. Quijote: «Es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra…».
Por el contrario, un cierto sector de la sociedad actual, encabezada por sus gobernantes, lo que pretende es justamente lo contrario: conseguir que esa libertad no sea posible y que los comportamientos humanos sean pobres y predecibles, es decir, manipulables. El medio para conseguirlo es bien fácil: no enseñar a pensar, sino a repetir las consignas de la corrección política, ni fortalecer el carácter, el señorío de sí, que permite tomar decisiones incluso en contra de lo establecido por el ambiente. En definitiva, la aventura y la educación deparan sorpresas porque, especialmente la segunda tiene que ver con la libertad, uno de los dones mayores del ser humano.
No hay aventura sin dificultad
Hay un segundo aspecto que asimila la aventura a la educación y es que el educando tiene que vivir la aventura, sus peligros y sus gozos. No hay aventura si no hay dificultades que superar, no hay educación si no hay sufrimiento, el que provoca la superación de las dificultades tanto externas, como sobre todo internas: miedos, inseguridades, comodidades etc. El educador, ya sea padre, madre o maestro, solo puede indicar la puerta del camino que ha de recorrer el propio educando. De nuevo una limitación para el educador que, al principio, puede dar la mano al niño, pero que más tarde ha de dejar que camine solo, aunque lo guíe con sus consejos. La excesiva protección es mala para la buena educación. Por el contrario, hay que orientar, pero quien debe asumir las decisiones y asumir las consecuencias es el propio educando. Uno de los mayores males de la educación actual es la incapacidad para asumir responsabilidades, lo cual es una sibilina forma de negar también la libertad. En conclusión, la aventura y la educación hay que vivirlas en primera persona.
Un tercer aspecto de la educación y la aventura es la necesidad de una preparación adecuada, de un equipamiento idóneo y de un avituallamiento apropiado. Aquí destaca especialmente la tarea del educador por la condición especial del ser humano al que no le basta su herencia genética para llegar a ser plenamente hombre, necesita el bagaje cultural, especialmente los criterios, los valores, los conocimientos y la adecuada sensibilidad. Por el contrario, la pedagogía actual llamada «nueva pedagogía» aunque arranca de Rousseau, lo que pretende es cargarse el legado cultural y basarlo todo en la espontaneidad del niño. Es la pedagogía que, lamentablemente, ha triunfado y tiñe todos los programas educativos. Nada de esfuerzo, nada de libros, todo debe ser lúdico y festivo. La aventura y la educación requieren preparación, esfuerzo, fortaleza de ánimo y los instrumentos adecuados para sortear las dificultades.
Un cuarto elemento de similitud entre la aventura y la educación es la ilusión y alegría con que hay que afrontar ambas actividades. Nadie puede educar ni educarse desde el desánimo, la tristeza o la resignación permanente. Esto no quita sufrimientos, como hemos señalado antes, pero le da una perspectiva distinta. Las dificultades de cada momento adquieren sentido en la medida en que son parte de una secuencia cuyo fin es alcanzar la satisfacción de unas metas. No se pueden elevar a definitivas las valoraciones parciales. La educación es un largo camino en el que el educador no ve el final de la aventura, sino que le corresponde sembrar y tal vez, con suerte, pueda ver los frutos. Lo sembrado permanece y, como la simiente, brota en el tiempo adecuado y da sus frutos. Dicho de otro modo, no cabe la desesperanza ni el pesimismo en la educación. Como dice el consejo tradicional: «Siembra que algo queda».
Por último, la aventura puede ser voluntaria u obligada. En cierto sentido, también la educación: uno puede elegir el oficio de educador inherente a la paternidad o como una profesión. Sin embargo, a nada que profundicemos nos damos cuenta que de la misma forma que la vida humana, como tal, es siempre una aventura personal, del mismo modo el ser humano es, lo quiera o no, educador.
Todos somos educadores
Todos somos educadores, queramos o no; la diferencia está en el grado de ser conscientes de que, con la simple convivencia, estamos dando ejemplo y, por tanto, influyendo en la educación de los demás, del mismo modo que los demás nos influyen. No pensemos solo en la tarea de la enseñanza que imparte un profesor para considerarlo como educador profesional: su presencia, su modo de hablar, de tratar y de comportarse, educa tanto o más que su tarea como experto de una materia determinada.
Del mismo modo, el modo de comportarnos en la vida ordinaria —ya sea haciendo cola en un supermercado, viajando en transporte público o comiendo en un restaurante— influye positiva o negativamente en los demás y nos convierte en un modelo a seguir o, por el contrario, en un elemento tóxico de la convivencia.
Pero si bien es cierto que educar, educamos todos —conviene recordarlo— no es menos cierto que no todos educamos de la misma forma, ni tenemos la misma responsabilidad. De aquellos que, por naturaleza o elección, han asumido el noble papel de educador —como es el caso de padres y maestros— es más necesario que nunca sean ejemplares en su vida. En la sociedad actual —en la que ya Benedicto XVI hace una década advirtió de que estamos en emergencia educativa— se necesitan miles de educadores. El P. Morales decía constantemente que no existe crisis de jóvenes, sino de educadores.
El ser humano nace incompleto para llegar a ser plenamente adulto. La herencia genética no le basta para llegar a ser hombre, ni siquiera para llegar a ser lo que está llamado a ser. Aunque capacitado para hablar, pensar, sentir o querer, necesita la ayuda de otros seres humanos que le enseñen una determinada cultura mediante la cual aprenda un oficio, exprese sus emociones, controle sus instintos y satisfaga los anhelos de belleza, verdad y bien que laten en el corazón humano. Pero para que esos anhelos pasen de estar latentes a ser patentes se necesita recibir el legado que puede y debe transmitir el educador.
Hoy es más difícil educar
Hoy es más difícil educar que nunca porque existe no ya una crisis de educadores, sino una ideología que niega que dichos valores existan, y, lo que es peor, niega el derecho a buscarlos, secando así el venero cultural que ha fertilizado los mejores logros de la humanidad desde los derechos humanos, hasta el arte o la filosofía. El relativismo cultural imperante, convertido en un despótico nuevo orden de valores ha teñido la cultura y la pedagogía. En esto llevamos ya unas cuantas décadas.
El mal educativo de España no es, como suele pensarse la multiplicidad de leyes educativas que han generado una auténtica sopa de letras: LODE, LOGSE, LOMCE, etc; el mal está en que todas ellas beben de una antropología que va en contra del modelo de hombre occidental, que es a grandes rasgos el modelo cristiano más o menos laicizado como señaló Maritain.
Ante el desastre educativo actual, ante el desánimo y desencanto educativo, es hora de volver a los valores de siempre encarnados en virtudes tales como la reflexión, el compromiso, la generosidad, la responsabilidad, el esfuerzo, la austeridad, la amabilidad y un largo etc. que el lector sabrá completar. Gracias a esas virtudes cada generación logró transmitir a la siguiente una sociedad mejor que la que había heredado de sus padres. Hoy no estoy seguro de que podamos continuar esa herencia en la medida en que no les estamos transmitiendo el legado cultural. Del mismo modo que no podemos destruir las catedrales o las obras de arte en sus variadas expresiones simplemente porque hemos perdido el gusto por ellas, ¿quiénes somos nosotros, una generación engreída por la tecnología y el confort, para desheredar a los jóvenes de las grandes ideas y virtudes gracias a las cuales hemos llegado a ser lo que somos?
Además de transmitir un legado, el educador debe ayudar a extraer aquellas potencialidades que yacen en cada ser humano concreto para que le permitan llegar a ser lo que está llamado a ser. Tuve la oportunidad de preguntarle a Etsuro Sotoo cómo había conseguido extraer de un bloque de piedra una de las figuras más delicadas que adornan la fachada del Nacimiento en la Sagrada de Familia. Con sencillez respondió: «El ángel tocando la lira estaba ahí, yo solo tuve que quitarle lo que sobraba». Esta es la tarea del educador, limitada pero grandiosa. Sembrador y no siempre cosechador pero imprescindible para despertar el tesoro que cada ser humano lleva dentro.
Daniel Pennac —famoso novelista francés que fue un pésimo estudiante, un auténtico «zoquete»— en palabras suyas, escribe en Mal de escuela: «Basta un solo profesor —¡uno solo!— para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás».
En medio de una sociedad mediocre, de un clima tóxico de conformismo y ramplonería urge despertar la excelencia que tiene cada persona. Exige esfuerzo, incomprensión, nadar contra corriente, pero es más que necesario, imprescindible, salir de la mediocridad y anestesia moral e intelectual reinante en la educación. El educador que yace en cada uno de nosotros es el mejor despertador con el ejemplo y el compromiso. No basta llorar y quejarse. «Si cada chino barre su puerta, la calle estará limpia», dicen los orientales.
En tiempos de emergencia educativa —mucho más que las reformas educativas, necesarias pero improbables dado el ambiente cultural, pedagógico y político reinante en España— es urgente despertar vocaciones de educadores. Nada podría el sistema educativo oficial contra una legión de padres, madres, abuelos, maestros o simples ciudadanos que sean consciente de lo que nos jugamos. Por ello, creo que las esquinas y plazas, reales o virtuales, deberían poner el siguiente cartel: «Se buscan aventureros; se buscan educadores».