Por Emilio Sánchez de las Heras, abogado ejerciente en Italia.
Me pide el director de la revista, Antonio, un artículo sobre lo que significa ser un empresario hoy, en nuestra sociedad y en el mundo laboral actual, y en concreto un empresario cristiano. Y claro, uno podría responder a esta cuestión de diversas maneras. Por un lado, se podría hacer una reflexión y exposición sobre lo que dice la doctrina social de la Iglesia sobre las relaciones laborales, la finalidad de la riqueza, la función social de las personas que generan riqueza, la función y misión del empresario católico, etc. En realidad, los documentos de la Iglesia y las encíclicas de los papas están al alcance de todos.
Ahora bien —y porque todo hay que decirlo— muchas veces son textos completamente desconocidos para los propios cristianos. En ellos encontramos una exposición profunda sobre el significado y el sentido y dignidad del trabajo, la figura del trabajador, así como los principios que deben regir la labor empresarial. Cuando uno lee y reflexiona sobre estas cuestiones, que son tan importantes para la doctrina social de la Iglesia, descubre una realidad teórica maravillosa, pero que desgraciadamente, a veces, no coincide con lo que se vive y experimenta en la vida real. O, mejor dicho, el listón de valores y principios que pone la Iglesia en estos temas es muy alto, a veces yo diría utópico y difícil de vivir, rozando lo imposible. Sin embargo, me pregunto ¿acaso el intento de vivir hoy el Evangelio en nuestra vida ordinaria, como laicos en medio del mundo, no es una gran utopía?
Por lo tanto, me gustaría que este artículo fuera realista. Realista en cuanto intentaré hacer una serie de consideraciones fundamentándome en mi experiencia como trabajador autónomo, abogado, o pequeño empresario, si lo queremos llamar así. Y digo pequeño empresario porque hoy en día, cuando utilizamos la palabra empresario, tenemos el peligro de pensar solamente en las personas que están detrás y dirigen las grandes empresas, las multinacionales, las fábricas con cientos de trabajadores. Sin embargo, si nos fijamos bien, en nuestra realidad actual estamos rodeados de pequeños empresarios. Basta salir a dar un paseo por las calles de nuestras ciudades para encontrar bares, restaurantes, tiendas de todo tipo, almacenes, talleres de coches, pequeñas empresas de construcción, puestos de periódicos, peluquerías y centros estéticos, hoteles, etc. Detrás de cada una de estas realidades está la figura de lo que generalmente denominamos un trabajador autónomo o un empresario. Es decir, una persona que, solo o asociado, ha decidido crear, desarrollar y dirigir una actividad privada, no estatal. Y gracias a las ganancias que esta actividad le genera, intenta alcanzar un bienestar que le permita vivir su vida con dignidad.
Las motivaciones de esta decisión, es decir, ser empresario o trabajador autónomo, son muy variadas: algunas personas heredan una actividad familiar y desean seguir impulsándola, otras llegan a ser empresarios porque desde siempre les ha apasionado una actividad (por ejemplo, cocinar, reparar coches, cortar el pelo, montar un gimnasio, etc.) y desean construir en ese ámbito su fuente de ganancias; otras personas simplemente porque rechazan categóricamente trabajar para el Estado (el ser funcionario los horroriza), o porque no desean tener un jefe que les diga lo que deben hacer en el ambiente de una empresa; finalmente están los que después de enviar muchos currículums a todo tipo de entidades y empresas, o quizás después de haberse presentado a no sé cuántas oposiciones sin obtener un resultado positivo, al final se encuentran que siguen sin trabajo, que de algo tienen que vivir y no tienen más remedio que «inventarse» algo, una actividad, para salir adelante. Con lo cual, el ser o no ser empresario, trabajador autónomo, depende de tantas circunstancias en la vida que en algunas ocasiones se nos escapan a nosotros mismos.
El «chollo» de trabajar para el Estado
Ahora bien, quisiera hacer un inciso en esta reflexión para constatar un hecho. Hoy en día, desgraciadamente, son pocos los jóvenes que desean emprender y crear una activad de carácter empresarial. Vivimos en una sociedad donde al «dios oposición estatal» se deben rendir todos los homenajes. En la actualidad se piensa que el «chollo» es trabajar para el Estado, tener un puesto fijo y seguro (que una vez que ganas la oposición has hecho el negocio de tu vida): el horario fijo y un sueldo que el Estado me lo va a pagar igual independientemente de mi trabajo, productividad y competencia, esto desgraciadamente está de moda entre los jóvenes. Es decir, la motivación principal que existe para trabajar en la administración pública no es la de «servir al Estado y a los demás ciudadanos con entrega, competencia y eficiencia desde un puesto en la administración pública», no es así, es principalmente para buscar una seguridad y comodidad personal. Los gobiernos de los países lo saben y en vez de crear y promover políticas económicas y fiscales que ayuden a incentivar la vida empresarial de un país, no hacen más que convocar y convocar oposiciones que, aumentando desmesuradamente, y a veces inútilmente, el cuerpo de funcionarios del Estado, a la larga empobrecen al país incrementando su deuda pública. No deseo que esta reflexión se entienda como un ataque injustificado a las personas que trabajan con dignidad, competencia y eficazmente en la administración pública; se trata simplemente de constatar un hecho que hoy en día creo que es preocupante a nivel político, social y económico.
Pero bueno, volvamos a hablar realísticamente del empresario o del trabajador autónomo. Se crea y se inicia una actividad económica para ganar dinero y para poder salir adelante en la vida, construir una familia, adquirir una serie de bienes que permitan llevar una vida con dignidad. Un empresario o un trabajador autónomo no tiene la función de Cáritas o de una ONG. Es decir, la finalidad principal de cualquier actividad económica o empresarial no es ayudar a los demás; este objetivo se podrá o no cumplir más adelante, pero no es la motivación inicial cuando alguien decide iniciar una actividad empresarial. La finalidad principal del empresario es que su actividad genere unos activos, una riqueza, que por un lado permita seguir manteniendo y desarrollando la actividad en sí misma y por otro produzca unas ganancias de carácter económico que se puedan distribuir entre las personas que la dirigen y los propietarios. Si la empresa genera activos, crece, se desarrolla con otras ramas o ámbitos, está saneada, aumenta su facturación, paga sin problemas ni retrasos los sueldos a sus empleados, etc., entonces se puede abrir la posibilidad de intentar alcanzar objetivos de carácter humanitario y social.
Un hecho es cierto: la vida, que es tan rica y maravillosa en vivencias y experiencias, siempre presenta ocasiones para dar una mano a los demás desde los diferentes ámbitos de nuestra actividad o trabajo. Y entonces, me cuenta Antonella (dentista) que ella está haciendo una terapia a un niño gratis porque su familia no se puede permitir pagar un dentista; o Francesco que no sé cuántos cafés y capuchinos sirve al día gratis a los vagabundos mañaneros que entran en su bar a saludarlo con un «buon giorno Francesco»; o Laura (tiene una librería) que regala libros de italiano a algunos inmigrantes para que aprendan el idioma y así encuentren más fácil un trabajo, o un servidor que, junto con mis compañeros de despacho, tantas veces defendemos en los tribunales o visitamos a personas en la cárcel que no nos pueden pagar por nuestro trabajo profesional.
Invertir en proyectos de carácter social
A medida que la empresa es más grande y está más saneada, las posibilidades de invertir en proyectos de carácter social y humanitario aumentan. En la actualidad, por ejemplo, es una realidad muy positiva el hecho de la existencia de proyectos de investigación a nivel científico, cultural, artístico y de desarrollo que están financiados por empresas de un modo privado. Recuerdo que hace unos años conseguimos financiar, gracias a la ayuda de diferentes entidades bancarias de la ciudad de Roma, la compra de ocho incubadoras para un hospital de un país africano donde se registraba un alto nivel de mortalidad infantil precisamente porque no disponían de los medios económicos necesarios para comprar este tipo de instrumentos sanitarios.
Es decir, la riqueza por sí misma no es mala. Y el hecho de que un empresario quiera y desee ganar dinero tampoco es malo en sí mismo, si lo hace utilizando los medios legítimos y legales. El empresario cristiano, basándose en su vivencia del Evangelio, da un paso más, intenta poner parte de esa riqueza a disposición de los demás de un modo libre y alegre porque la justicia se puede y se debe imponer por parte del Estado, pero la caridad, no. Los gobiernos deberían considerar este aspecto a la hora de decidir y planificar sus políticas fiscales. Si se acogota con impuestos al pequeño o al gran empresario, quizás para intentar cubrir un gasto público completamente desmesurado, entonces, a largo plazo, nos encontraremos una sociedad más pobre donde los ciudadanos estarán completamente desincentivados para crear actividades que generen riqueza, bienestar y puestos de trabajo, aspectos todos fundamentales para el crecimiento y el desarrollo de un país.
La relación del empresario o del trabajador autónomo con el pago de los impuestos estatales es tensa, complicada y está llena de conflictos económicos, y también de carácter moral. Todos tenemos claro, también los empresarios, que es necesario pagar los impuestos estatales para que puedan existir los servicios públicos esenciales de un país como por ejemplo la educación, la sanidad, la seguridad, etc. Ahora bien, ¿qué sucede cuando la carga fiscal es tan alta que al final el empresario se encuentra en el siguiente dilema?: pagando todos los impuestos que me pide el Estado no conviene seguir adelante con la actividad porque, no solamente no se crean activos económicos, sino que además no se pueden pagar los medios de producción, no se puede pagar a los trabajadores, y entonces la única solución es cerrar la empresa, la actividad, o marcharme a otro país. O, por el contrario, sigo adelante con la actividad intentando «disimuladamente» evadir parte de los impuestos, siendo consciente del riesgo que corro si la Agencia Tributaria me descubre; pero al menos, por el momento, salvo la actividad y no dejo en la calle a las personas que trabajan en ella.
Esto que digo no son imaginaciones nocturnas de una noche de verano, es el dilema ante el cual se encuentran tantos empresarios y trabajadores autónomos. Y aquí, en estos casos, la respuesta y la solución moral no son fáciles de encontrar, no basta con ir a estudiar los códigos legales o leer lo que dicen los tratados de moral porque, en estos casos, uno tiene la sensación «de que la vida misma supera la letra de la ley». Y por este motivo, cuando mis compañeros abogados me plantean esta cuestión, porque algunos de ellos la están viviendo en sus respectivos despachos, tengo que reconocer que muchas veces, sinceramente, como ciudadano y como cristiano, no sé qué responder.
¿Nos ayudamos a nosotros mismos?
Y para ir terminando con este artículo, me gustaría tocar un tema que a veces los empresarios, o los trabajadores autónomos, olvidamos. Sí, es verdad, somos cristianos, somos responsables de una actividad y, en la medida de nuestras posibilidades, debemos ayudar a los demás. Cierto, pero nosotros, ¿nos ayudamos a nosotros mismos?, ¿cuidamos nuestra salud física y mental?, ¿y cuidamos nuestras relaciones familiares, de amistad, nuestras preferencias y aficiones?, ¿cuidamos nuestra unión con Dios? Porque del mismo modo que el peligro para un funcionario público es que pase gran parte de su jornada laboral completamente desincentivado y sin hacer nada productivo, para el empresario, para el trabajador autónomo, el peligro es que el trabajo se convierta «en un dios al cual hay que inmolarlo todo», y junto al trabajo el querer ganar y ganar más dinero a toda costa. Y entonces las jornadas de trabajo en el despacho y en la empresa se prolongan hasta altas horas de la noche; los días libres y fines de semana se reducen, porque siempre hay algo que hacer; el tiempo para la familia, los hijos y para los amigos va disminuyendo poco a poco, hasta que sin darte cuenta el trabajo se ha convertido en una auténtica droga de la cual eres dependiente.
Un domingo, por ejemplo, no tengo nada que hacer, o quizás quiero «huir» de mi entorno familiar porque estoy en un momento de crisis con la mujer, el marido, los hijos…, pues me voy al despacho o a la empresa porque allí «me distraigo, estoy tranquilo, y siempre tengo cosas que hacer». Es más, los domingos se trabaja fenomenalmente porque no me molesta nadie, ni físicamente ni con llamadas al teléfono, y por lo tanto puedo sacar adelante todas las cosas que no he podido hacer durante la semana. Estoy seguro de que si me está leyendo un empresario o un trabajador autónomo me entenderá perfectamente de lo que estoy hablando. El trabajo, la actividad, la empresa, pasa a ser un fin en sí mismo y no un medio; se pierde el equilibrio y la persona, el empresario se rompe y con él parte de su entorno familiar y de relaciones.
Y Dios, ¿qué debería significar en la vida de un empresario cristiano? Pues yo creo que Dios debería ser «nuestro socio mayoritario». Es decir, aquella persona con la cual estás en continuo diálogo, con la cual te confrontas y te desahogas en los momentos de dificultad, cuando no sabes qué decisiones tomar ante una situación de crisis, cuando desconoces cómo vas a afrontar todos los pagos que te han llegado, cuando no te explicas por qué el resultado no ha sido bueno a pesar de haber hecho un buen trabajo, cuando ves que en apariencia «el mal» es más fuerte que «el bien». Y también le das gracias a una persona cuando ves que las personas que trabajan bajo tu responsabilidad crecen, están contentas, aprenden la profesión y el respeto por los demás; le das gracias también porque la actividad, con sus altos y sus bajos, sigue adelante a pesar de todas las deficiencias y limitaciones humanas. Mi experiencia me dice que cuando dedico el debido tiempo a dialogar y estar con mi «socio mayoritario», no sé por qué, pero parece que las cosas en el despacho se viven mejor, o quizás yo soy capaz de afrontarlas de una manera diferente que me hace estar mejor conmigo mismo y con los demás. En el fondo, es normal, Dios tiene mucha experiencia en este ámbito, no olvidemos que también él, y su padre san José, fueron los titulares de un pequeño taller en Nazaret.