Testigos de Dios en medio del mundo

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Testigos de Dios
Testigos de Dios

Al padre Morales y a Abelardo, buenos caballeros.

Ese buen Cid Campeador,
Que Dios en salud mantenga,
Haciendo está una vigilia
En San Pedro de Cardeña.
Que el caballero cristiano
Con las armas de la Iglesia
Debe de guarnir su pecho
Si quiere vencer las guerras.
Doña Elvira y doña Sol,
Las sus dos fijas tan bellas,
Acompañan a su madre
Ofreciendo rica ofrenda.
Cantada que fue la misa,
El abad y monjes llegan
A bendecir el pendón,
Aquel de la cruz bermeja.
Soltó el manto de los hombros,
Y en cuerpo con armas nuevas,
Del pendón prendió los cabos,
Y de esta suerte dijera:
—Pendón bendecido y santo,
Un castellano te lleva,
Por su rey mal desterrado.
Bien plañido por su tierra.
A mentiras de traidores
Inclinando sus orejas
Dio su prez y mis hazañas,
¡Desdichado del y de ellas!
Cuando los reyes se pagan
De falsías halagüeñas,
Mal parados van los suyos,
Luengo mal les viene cerca.
Rey Alfonso, rey Alfonso,
Esos cantos de sirena
Te adormecen por matarte,
 ¡Ay de ti si no recuerdas!
Tu Castilla me vedaste
Por haber holgado en ella,
 Que soy espanto de ingratos
Y conmigo non cupieran.
¡Plegue a Dios que non se caigan,
Sin mi brazo, tus almenas!
Tú, que sientes, me baldonas;
Sin sentir, me lloran ellas.
Con todo, por mi lealtad
Te prometo las tenencias
Que en las fronteras ganaren
Mis lanzas y mis ballestas.
 Que venganza de vasallo
Contra el rey, traición semeja,
Y el sufrir los tuertos suyos
Es señal de sangre buena”. —
Esta jura dijo el Cid,
Y luego a doña Jimena
Y a sus dos fijas abraza.
Mudas y en llanto las deja.
Humillándose, el Abad
Larga bendición le diera
Y a las fronteras camina
al galope de Babieca.

Os ofrezco este romance anónimo de la saga del Cid, injustamente olvidado y que, para un creyente de todos los tiempos, recuerda y prescribe los modos, los medios, la actitud y el camino para no descarriarnos, para no perder el rumbo de nuestra misión en esta vida, mientras estamos aquí y ahora. Haced una lectura alegórica empezando por identificaros con El Cid. Tú, hombre o mujer, y yo somos caballeros cristianos a los que se nos ha encomendado, velar por que las almenas de la ciudad de los hombres, ordenadas según la voluntad de Dios, se conviertan en el castillo donde habita la humana felicidad posible.

Hay falsías halagüeñas y embaucadores que desorientan —incluso a la autoridad responsable— sobre el orden debido, hasta alejarte de tu Castilla amada y de los tuyos; como dice el poeta Luengo mal les viene cerca. Más que desterrado en este valle de lágrimas, desterrado en tu interior y a contracorriente de todo lo que constituye tu sentido de la existencia.

Es admirable la reacción del caballero. Nada de venganza. Lealtad a nuestras obligaciones y compromisos, aun en los tuertos que se nos hagan y ofrecer esas “tenencias” que con tu esfuerzo has de conseguir.

No es posible humanamente, dirás. Pues claro, te dice el Cid: Que el caballero cristiano Con las armas de la Iglesia Debe de guarnir su pecho Si quiere vencer las guerras. Oirás misa antes de salir al mundo y además te ceñirás de las armas nuevas
—de la oración y de las virtudes— y tu identidad cristiana —el pendón bendecido con la cruz que es la señal del cristiano—. Pendón bendecido y santo bien en alto o bien sin ocultar tu fe. Dirán de ti: Y a las fronteras camina al galope de Babieca.

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