
La parábola del hijo pródigo narra la historia de un padre, dos hermanos y tres caminos (Lc 15,11-31). Traza inicialmente el itinerario del hermano menor: alejamiento del padre, caída, regreso y conmoción ante el abrazo paternal. Pero las últimas pinceladas se centran en el recorrido incompleto del hermano mayor: alejamiento del corazón del padre, regreso… y cerrazón ante el abrazo paternal. ¿Y el padre? Aparece también continuamente en camino: sufre el alejamiento de sus hijos, y eso le lleva a ponerse en salida: sale corriendo al encuentro del pródigo y sale después buscando al mayor.
De estos tres caminos, os invito a contemplar ahora el del hijo mayor. Y es que sus pecados no son menores que los del «pródigo». Descubrámoslos:
Coexiste con el padre, pero no vive con él: lleva una existencia paralela. Está en las cosas del padre, pero no en el padre. Es más, no le llama «padre», sino «mira»… (En cambio el padre si le llama «hijo»). Cuando sucede un acontecimiento tan importante como el regreso de su hermano, está lejos. Triste ¿verdad?
Trabaja por el padre, pero no con él. En tantos años como te sirvo… —dice—. Es la contaminación del servicio: demanda recompensa —aunque sea un cabrito—. Cuando regresa a casa se queda fuera; no quiere entrar a la fiesta de familia.
No piensa como el padre. Piensa en singular y no ve que al hermano perdido lo hemos encontrado, en plural. No reconoce que su hermano ha vuelto a una vida nueva (estaba muerto y ha revivido) y que la familia estrena así una era pascual.
No siente como el padre. Percibe que la fiesta es del patriarca, no suya, y por eso no quiere entrar. Tampoco la alegría del padre es la suya. Siente envidia del pequeño, al que menciona como ese hijo tuyo. Y eso le tiene que doler al padre, que le designa como este hermano tuyo.
En fin, el hermano mayor está alejado del padre en pensamiento, palabra, obra y omisión…
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También el profeta Natán contó a David una parábola (2Sam 12): un hombre rico tomó la cordera de un pobre para no matar una de sus muchas ovejas (era la historia del pecado de David con la esposa de Urías). El rey se indignó y exclamó: «el hombre que ha hecho tal cosa es reo de muerte». Y Natán dijo a David: «tú eres ese hombre».
Pues bien, también nosotros, cuando nos indignamos por la actitud del hermano mayor, escuchamos interiormente: «¡tú eres ese hombre!». Recorramos de nuevo los pecados del hijo mayor, pero ahora en primera persona: puedo coexistir con el Padre, pero sin entrar en comunión con él y sin preocuparme por cumplir sus deseos; puedo matarme a trabajar por el Señor, pero sin amarle; puedo ser envidioso y pensar con criterios del mundo, y no con los del Padre; puedo ver en los demás problemas de otros y del Señor, pero no míos…
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El final de la parábola queda abierto. ¿Entró el hijo mayor a la fiesta? También mi respuesta a la invitación del Padre está abierta. ¿No me estremezco cuando oigo como dirigidas a mí las palabras: hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; deberías alegrarte? Que nuestros caminos sean ahora los del Padre: descubriremos así la genuina sinodalidad y la auténtica conversión.