Verdad y libertad

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Gaviota
Gaviota

En el patrimonio intelectual que nos ha dejado el papa Benedicto XVI especialmente a los educadores tiene un puesto destacado el binomio verdad-libertad, dos valores que han de darse social y personalmente juntos hasta producir una sinergia para enriquecerse y explicarse mutuamente. Cuando el imperio de la verdad no tiene en cuenta la libertad de las personas para asentirla y seguirla, se corre el riesgo de la intolerancia y del fanatismo. Cuando la libertad pretende desarrollarse al margen e incluso contra la verdad, es fácil que se instaure el régimen de la injusticia relativista y de la inmoralidad.

Es significativo que, en la cultura actual, tenga un goloso “pedigrí” intelectual preguntarse “¿qué es la verdad?” y ponerse de perfil para esquivarla, mientras que interrogarse “¿qué es la libertad?” y sus matizaciones se considera como un intento ladino de hollar el lugar sagrado de los derechos del hombre.

El reto hoy de la educación de las nuevas generaciones, si queremos que sea educación en estado sólido, es acertar con los caminos para que el educando haga el encuentro con la verdad y, de su mano, camine hacia la libertad. Y el primer paso que ha de dar el maestro, “cooperador de la verdad”, es el de afirmar al educando en la convicción de que la verdad existe y de que disponemos de instrumentos para acceder a ella. Hasta conseguir que esa convicción se convierta en deseo apasionado de alcanzarla. No es, ni más ni menos, que la asunción del principio de realidad, sin escapadas, ni por el ideologismo utópico ni por el relativismo.

Afirmada la presencia, a veces eludida, de la verdad, es preciso proporcionar a los educandos las herramientas de búsqueda. Tendrán que desarrollar, en primer lugar, su potencial de reflexión aprendiendo a leer por sí mismos la realidad, a elaborar la información de la misma, relacionando, analizando, sintetizando, aplicando, integrando, etc. Tendrán que aprender que lo que importa en este itinerario es llegar a la verdad, no el método para descubrirla, y que cuando un método se manifiesta ineficaz para el encuentro con la verdad, lo honesto es renunciar al método (por muy “mi razón” que sea, por muy racionalidad científica que se me presente) y hacer la opción por otros caminos, quizás con menos caché en el mundo de los sedicentes intelectuales, pero de mayores garantías de acierto en la prospección de la verdad. O ¿acaso no sería más seguro preguntar directamente al artista acerca del significado de su obra de arte que la inquisitiva especulación del espectador por muy dotado que esté para ello? Preguntar y fiarse del autor (del Autor) resulta un método de búsqueda seguro.

Y una vez hecho el encuentro con la verdad, es preciso tener el coraje de querer lo que la verdad quiere. Ahí comienza a ser verdaderamente humana la libertad. Es cierto que tenemos la capacidad de no quererlo y eso está también en la misma trama de la libertad. Pero la tragedia existencial se presenta precisamente cuando mi querer es un querer sin verdad. Suele aparecer la catástrofe de la degradación del ser lo que soy. Y entonces se pudren hasta las mismas raíces de la libertad.

Por eso, Benedicto XVI nos enseñó una y otra vez que la verdad del hombre hay que buscarla en Dios; que se puede construir la Historia sin Dios, pero, en ese caso, siempre se construye contra el hombre. O sea que la Verdad nos hace libres. Y la libertad sin Verdad nos convierte en lobos para los otros hombres.

Quizás sea tiempo de recuperar cuanto de símbolo tenía la figura del pedagogo en el mundo helénico. El pedagogo era un servidor encargado de conducir al educando a la escuela, de llevarle su pequeña maleta, la linterna para alumbrarle el camino o, inclusive, llevar al mismo niño. Quizás la complejidad de contenidos y de técnicas escolares nos haya hecho olvidar que los educadores estábamos aquí, como servidores, no como amos, para conducir al educando alumbrándole el camino, por las sendas de la verdad para la libertad.

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