Y el almendro floreció

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Y el almendro floreció, cuadro de sor Isabel Guerra
Y el almendro floreció, cuadro de sor Isabel Guerra

Por Equipo Pedagógico Ágora

Seleccionamos hoy un óleo de la cisterciense sor Isabel Guerra, titulado Y el almendro floreció, en el que representa la muerte de santa Teresa, el 4 de octubre de 1582.

La protagonista en los cuadros de sor Isabel es siempre la luz, física o espiritual, que subraya el mensaje simbólico que siempre evoca. Es «la pintora de la luz».

Sor Isabel terminó de pintar este cuadro en 2008. Se documentó rigurosamente y pidió hábitos y pertenencias de la santa. De hecho, el crucifijo que porta en sus manos es el mismo que tuvo en su muerte.

En la Navidad de 1577 santa Teresa se rompió el brazo izquierdo y Ana de San Bartolomé se convirtió en su compañera inseparable: fue su cocinera, su enfermera, su secretaria, su confidente y su apoyo en las últimas fundaciones. Hasta tal punto la quiso y la valoró la santa madre que, cuando sintió que llegaba la hora de su muerte, la reclamó junto a sí para morir entre sus brazos, convirtiéndose en su heredera espiritual. En 1604 fue reclamada para implantar el Carmelo teresiano en Francia y en Países Bajos.

Un triángulo central dispone la escena. El lado derecho lo forman la cabeza de la beata Ana, la de Teresa y la del Cristo, y continúa por el lecho que ocupa la santa hasta el suelo. Ana sostiene en su hombro y en sus brazos a Teresa moribunda, y esta sostiene desmayadamente su amado crucifijo, casi entreabiertos los ojos, la faz serena y sin arrugas, jovencísima —el amor virgen vuelve al alma niña—, e inclinado su rostro como el del mismo Cristo.

El lado izquierdo lo ocupa Ana, sentada en la cabecera y tocada de blanco. Fue la primera hermana de velo blanco, freila o lega que Teresa de Jesús admitió en su primer Carmelo, el de San José, cuna de su Reforma. Su rostro, radiante pero sereno, se ilumina con una gozosa sonrisa, florecida como el almendro a su espalda. Cierra el triángulo el lecho, en la parte inferior; sobre él la manta parda y la blanca capa, en las que se apoya la decaída mano de Teresa.

Al fondo se ve el muro de la celda con la celosía que se abría hacia el huerto. Y entre el muro y el lecho, el prodigio del viejo almendro seco que floreció en el momento de morir la santa. Con acierto estético lo introduce sor Isabel en la celda. La blancura de sus flores compite en esplendor con las tocas de los hábitos y el arco que forma acompaña la blanquísima luz que ilumina los ojos y la sonrisa de Ana, testigo del instante en que el mismo Cristo sale al encuentro de Teresa de Jesús.

La mirada interior guía al verdadero artista. De ella la nuestra aprende a contemplar, a orar y a revivir.

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