Por Adolfo Meseguer
El 30 de marzo, Fernando Meseguer y María del Carmen Copado cumplían 50 años de matrimonio. Con motivo de este acontecimiento tan especial, sus hijos les preparamos una celebración con una Eucaristía, fiesta con sorpresas y regalos, y un viaje a Madrid que pasaría al recuerdo.
Debido a que la fecha de su aniversario coincidía con el Sábado Santo, adelantamos la Eucaristía para el sábado anterior. Renovaron sus compromisos matrimoniales en la iglesia parroquial de Santa Eulalia de Murcia, el mismo lugar en el que lo hicieran 50 años atrás. Presidió la ceremonia don Juan Carlos García Domene, sacerdote diocesano amigo de la familia, que nos pidió, tanto a los hijos como a los nietos, que participásemos de la homilía con algunas palabras emotivas y de agradecimiento por los años de entrega y dedicación a su familia. A pesar de la improvisación, llovieron las palabras y se derramó alguna lágrima al reconocer el esfuerzo y el amor de estos esposos, padres y abuelos, que han dado la vida por sus siete hijos y hasta ahora catorce nietos (pues el nieto número quince está de camino). Echamos la vista atrás acompañados por los cantos que en otro tiempo ellos mismos entonaban en multitud de celebraciones y encuentros, como “El senderito” de la vida que va hacia Dios. Recuerdos que en ese día se hacían realidad como frutos recogidos de una larga cosecha: tendrás que sufrir, tendrás que luchar, tendrás que llorar aquí (…), y has de creer que esto es amor, y has de saber que te amo yo. Años de amor y de entrega que no habrían sido nada sin la presencia de Dios en su hogar. Años difíciles de hacerse un lugar en Madrid, de formar una familia numerosa, de crear un hogar cristiano fortalecido por el amor de María, nuestra madre. Cuántas veces nos contaron que en sus primeros años de matrimonio los hijos no venían y los médicos no les daban garantías de poder tenerlos. Hasta que se lo pidieron a la Virgen y, desde entonces, Dios los bendijo con una numerosa descendencia.
Agradecidos por todo, tras la Eucaristía, continuamos la celebración almorzando todos juntos. Sus hijos quisimos que no les faltara de nada y les sorprendimos con muchos regalos: un álbum familiar con gran cantidad de fotografías que recogen desde su infancia, noviazgo, vida en Madrid, hijos, familias de los hijos y nietos; una imagen de la sagrada familia o unos muñecos a imagen de ellos, entre otros. Pero la sorpresa especial se la reservábamos para el sábado siguiente. Les preparamos un viaje a Madrid en el que ellos pensaban que pasarían con nosotros el fin de semana recordando viejos tiempos. Lo que desconocían es que se encontrarían con sus viejos amigos de los Hogares de Santa María y pasarían una tarde entrañable.
Emilio y Lidia, Dori, Esteban y Trini, Mercedes, Domingo y Ramoni, Vicente, Ángel, Nasi, Jesús y Almudena, Pili y Tino, compartieron con mis padres sus recuerdos y se alegraron de poder celebrar con ellos sus cincuenta años de matrimonio. Junto a ellos también, se alegraron desde el cielo Evaristo, Juan, Manoli, Maribel y Pepe. En una carta, que Fernando leyó al comienzo de la comida, lo expresaban así: “Indudablemente las bodas de oro matrimoniales son una ocasión en que se muestra y se demuestra la plenitud de las personas que han sabido guardar sus promesas de boda, entendiendo que el Sacramento es un camino de salvación y de felicidad ya en esta vida.” La sobremesa dejó fluir de la manera más natural los recuerdos de unos y otros como si hubiesen ocurrido hacía poco tiempo. Mi padre se marchó a Madrid a trabajar para el Banco Central y allí conoció a Emilio. Juntos trataron de formar un grupo cristiano animando a otros a participar en sus reuniones semanales. Como aquello no terminaba de salir, comenzaron a reunirse en las casas de aquéllos a quienes invitaban, para que de este modo, al menos dejaran de ser dos los únicos que asistieran. Así, sus esposas entablaron amistad entre ellas gestándose así el movimiento de los Hogares. Ángel Becerril exaltó la paciencia que con él tuvo Fernando y su insistencia al invitarle a participar con ellos cada semana en sus reuniones. Por ese esfuerzo, él le estaba enormemente agradecido. Tino recordó los años en los que eran jóvenes y las heroicidades que hicieron para tener encuentros en Semana Santa y verano, con los numerosos hijos que cada familia traía. Emilio recordó que todos esos esfuerzos contaron con un objetivo, cambiar al hombre desde la formación y la oración. A todos animaba a ponerse en manos de Dios en las adversidades y a no dejar descansar el espíritu, como aquel verano en Murcia en el que pasaron unas vacaciones en la playa de Villananitos durante dos semanas. En la segunda semana llegó Emilio con su familia y nada más instalarse les sugirió levantarse a las siete de la mañana a orar.
Todos estaban deseosos de escuchar a mis padres contar sus experiencias en Murcia, tras marcharse de Madrid después de veinte años de convivencia. Ellos continuaron con nosotros, sus hijos, la línea educativa aprendida tantos años con los Hogares. Y desplegaron sus alas de apostolado en su entrega en la parroquia, especialmente en los cursillos prematrimoniales. Mi madre contó su experiencia: las parejas que acudían a estos cursillos estaban ávidas de escuchar su charla acerca de la educación de los hijos y salían contentas al ver de cerca experiencia y vida, más que teoría y doctrina.
En la sala en la que estuvimos se respiraba ternura y se intuía el abrazo maternal de María, siempre presente en las reuniones de los Hogares. Vicente regaló, en nombre de todos, una imagen de María. Y como están ya un poco mayores, se les regaló un rosario para escucharlo y rezar junto al Papa Juan Pablo II. La reunión tuvo que ser interrumpida pues se hacía tarde, aunque a ninguno le hubiera gustado que acabara. A todos nos quedó la esperanza de volver a vernos pronto, incluso antes de las bodas de platino.
El domingo fuimos a participar de la Eucaristía en la parroquia de Nuestra Señora de la Merced, del barrio madrileño de Moratalaz. Esa mañana también tuvo una enorme fuerza emotiva. Volvíamos al barrio que nos vio crecer. Y volvíamos todos, lo cual es una gracia poder contarlo. Paseamos por las calles y regresamos a la casa en la que vivimos seis de los hermanos (el pequeño ya es murciano auténtico). Muy cerca de ella se encuentra aún la guardería a la que asistimos los más pequeños, y por supuesto, el colegio Real Armada, junto a la parroquia. El sacerdote que ofició la Eucaristía tuvo unas palabras de reconocimiento para con mis padres y pidió por ellos. Dios los ha bendecido durante estos cincuenta años y seguirá bendiciéndoles.