De la síntesis tomista entre razón y fe a la crisis actual

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Por Francisco José Delgado Martín, sacerdote diocesano de Toledo

Chesterton, en su aclamada obra sobre santo Tomás, hace referencia con especial intensidad a un episodio de la vida intelectual del doctor Angélico. Este había sido apodado por sus compañeros de estudio como «Buey Mudo», en referencia a su carácter silencioso y a su gran tamaño físico. Sin embargo, cuando tuvo que enfrentarse a ciertos adversarios, mudó su acostumbrado estilo, habitualmente sereno y comedido, hasta tal punto que, dice Chesterton, «el Buey Mudo embistió como un toro salvaje».

La ocasión lo merecía, ciertamente. Algunos importantes académicos de la época estaban procediendo de manera torcida a la hora de tratar ciertos temas en los que entraban en juego los argumentos de fe y de razón, sosteniendo que la filosofía alcanzaba ciertas conclusiones que contradecían a la revelación, aunque, como cristianos, debían escoger esta última. El peligro era que la fe y la razón quedaban desvinculadas como vías de acceso a una única verdad. La respuesta de santo Tomás no será la acusación, a estos maestros, de impiedad o de herejía, sino que dirá que están equivocados filosóficamente. La «embestida» viene especialmente en la conclusión del opúsculo en el que les responde, el De unitate intellectus contra averroistas:

Tales son las cosas que hemos escrito para la destrucción del predicho error, sin recurrir a los documentos de la fe, sino con los argumentos y las palabras de los mismos filósofos. Si, no obstante, alguno, presumiendo de falsa ciencia, osase replicar contra lo que hemos escrito, no hable a escondidas ni delante de los jovenzuelos que no saben juzgar de cosas tan arduas, sino replique a este escrito, si tiene el coraje, y se encontrará no solo conmigo, que soy el menor de todos, sino con otros muchos celosos defensores de la verdad, los cuales se enfrentarán a su error y darán el merecido a su ignorancia.

Santo Tomás defiende, por tanto, que la razón tiene una consistencia propia y que, en su ámbito, puede alcanzar la verdad. Esto es verdadero tanto para la filosofía como para las demás ciencias, en tanto que se respeten sus ámbitos propios. Ámbitos que han de respetar también los mismos cristianos, que podrían llegar a tratar de demostrar filosóficamente verdades de fe que exceden el campo de la razón. Al hacerlo provocarían lo que santo Tomás llama «irrisio infidelium» (la burla de los infieles), dificultando la conversión de estos.

Relación entre la razón y la fe

Las relaciones entre la razón y la fe han de quedar bien fijadas. Ambas son dos caminos para el acceso a la única verdad, que siempre será que el intelecto humano se adecúe con la realidad de las cosas, sea la realidad mundana o la superior realidad divina. El camino de la razón es un camino ascendente, mediante las fuerzas y facultades naturales del hombre. Tiene límites estrictos, porque el ser humano no es un intelecto puro, sino que tiene cuerpo y, por tanto, mientras está en el cuerpo necesita de la referencia continua a lo sensible. El conocimiento racional de las realidades inmateriales (Dios y los ángeles) siempre será imperfecto y, particularmente en el caso de Dios, más negativo (lo que no es) que positivo (lo que es). No obstante, el entendimiento humano es capaz de alcanzar el conocimiento del ser, hasta el punto de que es lo primero que intuye de la realidad, y es capaz, mediante la abstracción, de formar conceptos universales. A partir de esos conceptos puede proceder de lo más conocido a lo menos conocido, llegando a alcanzar auténticas verdades fundamentales.

El camino de la fe, en cambio, es un camino descendente, porque proviene de la revelación divina, que santo Tomás entiende como irradiación de la ciencia divina hasta el ser humano por medio, generalmente, de mediadores (los ángeles, los apóstoles, la jerarquía de la Iglesia, etc.). La fe permite conocer dos tipos de verdades reveladas: unas estrictamente sobrenaturales, que no son accesibles a la razón humana; otras naturales, que la razón humana puede conocer y demostrar. Las primeras son llamadas artículos de la fe, mientras que las segundas son sus preámbulos.

Es importante determinar qué tipo de verdades son cada una a la hora de estudiarlas, enseñarlas o defenderlas. Un artículo de la fe no puede ser defendido mediante demostraciones racionales (se caería en la irrisio infidelium), pero un preámbulo de la fe sí. A la hora de ejercer la defensa de estas verdades también es esencial precisar qué tipo de argumentos acepta el contrario.

Para el doctor Angélico, como para los académicos cristianos de su tiempo, la filosofía era algo dado por supuesto. Ellos habían recogido con avidez toda la herencia filosófica clásica, en continuidad con la actitud que ya tuvieron desde el inicio los Santos Padres y doctores de la Iglesia. La Iglesia no rechazó la filosofía, ni siquiera cuando la mayoría de las herejías de los primeros siglos fueron consecuencia de hacer primar un sistema filosófico determinado por encima del dato revelado, sino que, más bien, se determinó a elaborar todo un lenguaje filosófico nuevo que sirviera al desarrollo de la fe, aunque con consistencia propia.

El Aquinate

El Aquinate establecerá magistralmente el servicio que la filosofía debe prestar a la doctrina sagrada, que es la ciencia de la fe. Dice que la filosofía puede usarse en teología para tres cosas: la demostración de los preámbulos de la fe, la explicación de las cosas de fe por medio de semejanzas con la realidad natural y, por último, la defensa frente a los que dicen cosas contrarias a la fe. Este último punto, precisa, ha de hacerse «ya sea mostrando que esas cosas son falsas, ya sea mostrando que no son necesarias». En lenguaje filosófico decir que no son necesarias equivale a decir que los argumentos que se emplean no determinan que algo es o no es de tal manera, sino que podría ser de una forma u otra. Esto no solo vale para las cosas contrarias a la fe, sino para aquellas que trataran, equivocadamente, de demostrar racionalmente los artículos de la fe.

Esto último se ve en uno de los tratados más complejos de santo Tomás, que a la vez resulta muy interesante en ciertos debates científicos actuales, el De aeternitate mundi. En este tratado santo Tomás se enfrenta a los que pretenden demostrar racionalmente que el mundo ha sido creado en el tiempo, algo que viene también enseñado por la Sagrada Escritura. Lo hacen frente a la postura de los antiguos de que el mundo tiene una duración ilimitada y, por tanto, no tiene un principio temporal. El Aquinate, en una postura única en su momento, demostrará que tanto los que pretenden demostrar que el mundo tiene un comienzo temporal como los que pretendan demostrar lo contrario no pueden establecer argumentos que impliquen una necesidad, sino únicamente la mera probabilidad. Así, pues, el inicio temporal de la creación sería un artículo de fe, indemostrable por la filosofía.

Por todo esto, el mito de que los cristianos se han opuesto a la investigación científica no tiene sustento alguno. De hecho, no hay actitud más positiva posible frente a la ciencia que la cristiana, porque desde una relación entre razón y fe entendida como lo hace el Doctor Angélico no hay temor alguno de que la ciencia pueda jamás demostrar algo contrario a la fe, mientras que la ciencia bien realizada puede ayudar mucho a eliminar los posibles argumentos contrarios a las verdades contenidas en la revelación.

Santo Tomás representa, por tanto, la síntesis más perfecta de las relaciones entre razón y fe, tal como las ha ido modelando la tradición de la Iglesia. Así lo reconocería más adelante el magisterio en numerosas ocasiones, destacando la eficacia de la teología tomista en el combate contra todo tipo de errores. Sin embargo, y aunque en momentos determinantes de la historia de la Iglesia esta síntesis ha sido dominante en el panorama eclesial, la verdad es que el pensamiento del Aquinate acabaría perdiendo la batalla. Contemporáneamente a santo Tomás, la escuela franciscana estaba desarrollando una orientación, que terminaría triunfando, donde no se veía tan clara esta síntesis entre razón y fe. El asunto vendría por la defensa de estos de la primacía de la voluntad sobre el intelecto en Dios, entre otras cosas, lo que poco a poco conduciría hacia el nominalismo de Ockham, el luteranismo, el relativismo, la filosofía crítica, el idealismo, etc.

La crisis actual

La crisis actual se basa precisamente en la ruptura casi total de la síntesis originaria y ordenada de la fe y la razón que consiguió la Iglesia a lo largo de los siglos. La razón, con la hipertrofia heredada de la Ilustración, ha querido erigirse como la única forma de comprender la realidad, lo que ha ido derivando progresivamente en sistemas filosóficos idealistas, en los que la razón determina la realidad, y no a la inversa. La tozudez de la realidad a la hora de adaptarse a los sistemas ideológicos es combatida por la praxis revolucionaria, más o menos sangrienta pero siempre violenta, y la base para el diálogo y el encuentro ya no es la verdad, sino una libertad entendida como voluntad de poder que impone hacia el exterior el mundo interior de la persona. Las mismas ciencias naturales, orgullo de los ilustrados, han sido arrolladas por esta enfermedad de la razón. Hoy los científicos proclaman arrogantes supuestas verdades que todo el mundo ha de aceptar y que se basan no en demostraciones o experimentos evidentes, sino en el consenso de organismos financiados por las élites políticas y económicas.

La fe también se ha visto sumida en una crisis sin parangón en la historia. Esta crisis se ha hecho notar en la teología de las últimas décadas, que ha dejado de ser, en la mayoría de los casos, una verdadera doctrina sagrada, para pasar a ser una colección de novedades y originalidades al servicio de las tendencias del momento. Las intervenciones del magisterio han intentado salir al paso, pero lo han hecho con lentitud y con escasa eficacia. Al final le ha tocado sufrir la crisis al mismo magisterio, que en lugar de aclarar las cuestiones discutidas se ha convertido, él mismo, en origen de debates interminables. No hay más que ver toda la polvareda levantada en torno a Amoris laetitia, por citar un ejemplo. Muchos de esos debates, que responderían a la clave de la «sinodalidad» del magisterio actual, han sido presentados como un estar «a favor» o «en contra» del papa (algo bastante falso en ambos casos), y la cuestión sobre la verdad o el error o ha pasado a un segundo plano, o se ha descartado por completo.

Con la fe, la razón encontraría un lugar propio de servicio para el conocimiento de una realidad que la trasciende. Una realidad que en el aspecto alcanzable para el hombre como su objeto propio de conocimiento no puede dar razón de sí misma, sino que clama por una realidad más alta, creadora, que la justifique. La fe nace de la escucha, lo mismo que la razón ha de nacer de la observación. Habría que prestar mucha atención a aquellas palabras de Carrel: «Poca observación y mucho razonamiento llevan al error. Mucha observación y poco razonamiento llevan a la verdad».

Aportaciones de la razón

La razón aportaría a la fe la dimensión universal, sustituida muchas veces por ideología globalista, pudiendo retomarse así el anuncio del Evangelio a todas las naciones. Permitiría respetar mejor eso que el Vaticano II llamaba «la justa autonomía de la realidad terrena», reconociendo, que las ciencias particulares tienen una competencia propia a la hora de investigar la realidad creada, descubriendo en ella las leyes puestas por el Creador. Esto es especialmente importante en áreas en las que la Iglesia tiene una competencia específica, como aquellas relacionadas con la moral pública: economía, política, defensa de la vida, etc. Permitiría que la experiencia religiosa se librara del sentimentalismo que hoy lo invade todo y que combatieron con su teología los místicos españoles del XVI. Por último, permitiría a la Iglesia librarse del mal del clericalismo, tan denunciado por el papa Francisco, que somete toda la vida eclesial a los gustos particulares, las obsesiones ideológicas o las tendencias autoritarias de algunos pastores.

En su famoso discurso en Ratisbona, el papa Benedicto XVI, que no mencionaba explícitamente la figura de santo Tomás, ponía como punto de partida de su reflexión sobre la razón y la fe la frase: «No actuar según la razón (σὺν λόγῳ) es contrario a la naturaleza de Dios». Es una expresión muy concreta de esta síntesis entre razón y fe, fundamentada por los Padres, edificada sólidamente por santo Tomás y que todavía permanece, aunque gravemente dañada por la modernidad. Es la síntesis armónica y ordenada que desde los últimos dos siglos la Iglesia nos invita a reconstruir para bien suyo y del mundo.

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