Dos peces jóvenes iban nadando y se cruzaron por casualidad con un pez más viejo que los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?».
En este número de la revista, cuyo tema monográfico es la educación, conviene plantearnos de qué va eso que llamamos educar; no enseñar, ni adiestrar, sino «Educar», con mayúscula, porque con frecuencia las realidades más obvias e importantes son las más difíciles de ver, entender y hablar. ¿Qué demonios es la educación?
Sin educación no puede haber una vida auténticamente humana. Pero, a pesar del desarrollo científico y tecnológico, a pesar de que nunca como hoy se han escrito tantos libros ni elaborado tantas pedagogías al alcance de cualquiera —gracias a internet—, parece que no hemos conseguido dar con la fórmula ideal para educar. Por el contrario, la queja sobre los jóvenes y su falta de educación es permanente, como se comprueba leyendo a Platón o a san Agustín, por citar a algunos de los maestros clásicos, o se constata en cualquier conversación sobre el tema. Tal vez la única diferencia sea que los educadores de hoy tenemos más medios que nunca pero, como los peces jóvenes, nos planteamos: ¿Qué demonios es eso de la educación?
La educación consiste, simple y llanamente, en ayudar a ser feliz. Educar no consiste en fastidiar con normas y prohibiciones, ni llenar la cabeza de datos y teorías sino en ayudar al niño o joven para que llegue a ser la persona única e irrepetible de la historia que está llamado a ser, con sus limitaciones, pero también con sus posibilidades.
Ayudar a ser feliz no es lo mismo que hacer feliz, porque la felicidad depende de cada uno, brota de dentro, no viene de fuera. Una vez más hay que recordar que el educador muestra el camino, enseña a andar, pero no puede andar por el discípulo. No consiste en evitarle dificultades ni sufrimientos, sino en entrenar al educando a fin de que sepa superar ambos y a darles sentido cuando parezcan insalvables. Con un ejemplo doméstico, hacer feliz al hijo no es hacerle la cama u ordenarle la habitación, sino enseñarle a hacerla y a tener orden en su vida.
La felicidad no es un fin sino la consecuencia de un fin. Como señaló el célebre psiquiatra, Víctor Frankl, no es una posada, sino una forma de andar por la vida. No debe buscarse de modo compulsivo ni obsesivo. Tal vez, como señalaba el mismo autor, «la felicidad es como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la atención sobre otras cosas, ella viene y, suavemente, se posa sobre tu hombro».
De modo similar, pero con otras palabras, Kant decía que no hay que buscar la felicidad sino ser dignos de ella comportándonos bien.
En la sociedad actual, sobre todo en Occidente, tiende a confundirse la felicidad con el bienestar y, a nivel particular, con el placer. Ambos, bienestar y placer son deseables en su justa medida, pero en este Occidente placentero de estómagos llenos y mentes vacías, crece sin cesar el consumo de ansiolíticos y antidepresivos, así como el número de suicidios —en España fueron el año pasado más de 3.600, muy por encima de las muertes de tráfico—.
Educar es ayudar a ser feliz y para ello, lo primero es distinguir entre la felicidad y el placer, sucedáneo de la misma. No está de más recordar algunas diferencias entre ambas si queremos acertar en la educación.
El placer es material, viene de fuera y por ello, puede comprarse y venderse. La felicidad, no. Podemos comprar los placeres que produce un cuerpo humano, pero no el amor de una persona.
El placer es limitado y, por tener soporte corporal, acaba cansando. La felicidad, no. Nos cansamos de los placeres corporales, pero no de la felicidad que produce la contemplación o la compañía del ser amado.
El placer consiste en la satisfacción inmediata de los impulsos y deseos. La felicidad solo se consigue tras el largo esfuerzo que supone la consecución de objetivos, a veces a costa de sufrimientos. Rasgar una guitarra o aporrear un piano lo hace cualquiera pero, la felicidad que produce tocar una partitura o escucharla requiere de una educación previa.
Por último, el placer puede ser solitario, la felicidad siempre es algo que se comparte. Un famoso filósofo, Kierkegaard, decía: «La felicidad es una puerta que se abre desde dentro, solo hay que retirarse un poco para abrirla, porque si uno la empuja, la puerta se cerrará una vez más».
Para ser feliz «hay que estar dentro», es decir, tener vida interior, no verterse constantemente en el exterior, tentación que asalta al hombre moderno, en especial a los jóvenes cuando están vacíos. El ansia de plenitud que tiene el corazón humano no soporta ese vacío, de ahí la necesidad compulsiva de ruidos y apariencias, tal como muestra la cultura de los «selfis», el deseo de aparecer y comunicar a todos que estamos delante de lo que antes importaba. El monumento, la catedral, la playa, la montaña ya no son objetos de contemplación sino fondos de pantalla que adornan nuestra propia figura.
Esa hambre de reconocimiento social por las masas, como reacción al vacío y la soledad interior, es un espejismo que sólo desaparece cuando se abre la puerta para que se produzca el encuentro personal con el otro. En el encuentro mutuo cada uno es reconocido en su valor incalculable. Es ahí donde surge el auténtico amor y, en consecuencia, la felicidad.
La educación consiste en ayudar a ser feliz, lo que requiere un esfuerzo continuado para superar las limitaciones tanto internas —defectos, caprichos, miedos etc.—, como externas —dificultades, sufrimientos, carencias etc.—. No está de moda hablar de renuncia, coraje, valentía, fuerza de voluntad, sacrificio, dominio de sí, generosidad o entrega. Pero la desazón que se produce en la educación actual tiene mucho que ver con el olvido de esas grandes palabras y con haber perdido el norte por no saber qué demonios es eso de la educación.
Tal vez podamos entender ahora la anécdota que refiere que a un ermitaño le preguntaron sobre qué nos pedirían al llegar a las puertas del cielo. Contestó: «San Pedro solo nos hará una pregunta. No nos preguntará si hemos triunfado, si tenemos muchas cosas o hemos sido buenos, sino, simplemente si hemos sido felices. Si la respuesta es positiva, nos dejará entrar; en caso contrario, tendremos que esperar un tiempo para merecer el cielo».
Educar es enseñar a ser feliz, es decir, a anticipar el cielo. Miren a su alrededor y fíjense en las personas que merecen el cielo. Seguro que son personas que, aun en medio de las dificultades, han aprendido a ser felices. Y se les nota en la cara.