Y del amor ¿qué? (III)

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Y del amor ¿qué? (III)
Y del amor ¿qué? (III)

¿Cuánto dura el amor? A juzgar por las estadísticas de rupturas matrimoniales en España, más bien poco. Casi 80.000 en 2020. Al preguntar por la causa de la separación —aparte de otras de índole más grave— cada vez es más frecuente escuchar: «Se me acabó el amor» o «Ya no siento nada». Por otro lado, y tal como vimos en el artículo anterior, el amor tiene en su seno el deseo de perdurar: «Tú no morirás para mí». No creo que nadie que sea sincero y esté enamorado pueda decir: «Te quiero, al menos, hasta fin de mes».

Surge así otra paradoja del amor: deseamos que dure para siempre, pero parece que se volatiza pronto en nuestros tiempos. ¿Es posible que dure más allá del voluble e inestable sentimiento?

En una sociedad líquida, a veces casi gaseosa, donde nada sólido permanece, decir que el amor puede y debe durar, parece una locura, algo trasnochado. Sin embargo, en el fondo del corazón humano existe el anhelo de su permanencia, incluso su frescura, para lo cual hay que mimarlo, cultivarlo. De ahí que ahora empecemos a abordar algunas recomendaciones para que el amor humano perdure.

En primer lugar, debemos señalar que el amor no es solo un sentimiento. Si lo fuera, nadie dudaría de él. No dudamos de lo que sentimos; pero sí, de si estamos enamorados o no. Amar es comprometerse, pero respecto a los sentimientos no podemos establecer compromisos de futuro, porque no somos dueños. ¿Cómo puede uno asegurar que, dentro de uno, dos o diez años va a sentir lo mismo? Pero sí podemos asegurar —en la medida de nuestras posibilidades— que en ese mismo espacio de tiempo seguiremos amando a pesar de todo, a pesar incluso de que, a veces, desaparezca el sentimiento. Es lo que se promete en el rito católico: «¿Prometes serle fiel, en las alegrías y las penas…?».

El amor es, sobre todo y ante todo, un acto de voluntad, por eso necesita de hábitos que lo alimenten.

Por otra parte, todo amor verdadero exige muchos sufrimientos. «Ponte a amar y verás cómo tu corazón empieza a sufrir», decía san Agustín. Solo cuando se superan las dificultades, tanto externas como internas que generan sentimientos no siempre agradables, el amor es auténtico. Pero si bien es verdad que el amor genera sufrimientos no lo es menos que «el amante más desgraciado es más feliz que el que no puede amar».

En consecuencia, podemos decir que el amor va más allá de los sentimientos. El amor supone compromiso y capacidad de sufrir por la persona amada. «Es que hay veces en que te mataría», se dice a veces, expresando simbólicamente la coexistencia del amor con sentimientos de enfado.

En segundo lugar, el amor auténtico supone un conocimiento verdadero. No puede amarse lo que no se conoce y tampoco puede conocerse, en profundidad, lo que no se ama. El conocimiento de la persona, ya sea del propio yo o de la persona amada, no es fácil. A la vez, solo quien ama puede conocer de verdad a la persona, aunque esto no evita el engaño, como veremos más adelante.

El amor auténtico supone, en primer lugar, conocerse a sí mismo, las luces y las sombras, las fortalezas y debilidades. Hoy, cuando más conocimientos hay a nuestro alcance, más desconocidos somos para nosotros mismos. Conocerse a sí mismo exige capacidad de silencio, reflexión, autoanálisis, aceptación, humildad, etc.

El conocimiento de uno mismo es la sabiduría mayor, y en eso han coincidido tanto la filosofía oriental como la occidental en sus comienzos. Solicitados continuamente por los ruidos, ocupaciones o por las opiniones e informaciones externas, somos un misterio, cuando no una sucesión de máscaras o papeles sin un auténtico conocimiento del propio yo.

El amor verdadero exige también un conocimiento del otro tal como es y no tal como lo sueño. Es más fácil de lo que parece estar enamorado de la idea que me he fabricado del otro, que del otro como tal. Es el caso de D. Quijote, amor puro donde los haya, enamorado de Dulcinea. Sin embargo, no es amor verdadero porque la dama de sus sueños, poco o nada tiene que ver con la castellana Aldonza Lorenzo, es decir, con la mujer real.

Pero conocer no significa comprender todo. A veces es respetar parcelas incomprensibles del misterio personal que es el otro. No podemos llegar a conocer y menos a entender totalmente a una persona. Para ser más exactos, ni siquiera podemos llegar al conocimiento absoluto de uno mismo. Solo Dios sabe en verdad quiénes somos y por ello el único que puede juzgarnos. Con razón san Pablo llega a decir: «Ni siquiera yo me juzgo a mí mismo».

El amor auténtico de persona puede surgir sin saber cómo ni dónde, pero si queremos que permanezca con su frescura y fructifique a pesar de los años y dificultades, exige mucho cuidado e ilusión permanente. Y es que el amor, si bien surge de forma espontánea, requiere para su crecimiento de una constante, consciente y esforzada labor.

Alguien dijo que las dificultades en el amor son como el aire al fuego: si es pequeño lo apaga, pero si es grande, lo aviva. Cuidar el amor supone compromiso, superar las pruebas, estar por encima de los sentimientos, tener domino de sí y conocimiento auténtico del propio yo y de la persona amada. Para ello es imprescindible recuperar el arte del diálogo permanente, sosegado e íntimo y prescindir de tantos ruidos como nos acechan. Ello requiere también respeto, esfuerzo y rechazo a muchos ladrones del tiempo.

El amor requiere otras atenciones tales como son la aceptación de las personas tal como son, pero a la vez la exigencia de mejora, y todo ello manteniendo al amor en sus límites humanos. De ello seguiremos hablando.

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