A veces, la realidad supera la ficción y merecería ser recordada en alguna de las bellas artes. Todo comenzó en los años setenta, en un pueblecito del norte de España, cuando Pablo tenía algo más de veinte años. Fuerte, sano, inteligente, deportista y trabajador. Acababa de sacar unas oposiciones y era, como decían en el pueblo, «un buen partido». El hijo mayor en quien sus padres tenían puestas sus ilusiones y las mozas del pueblo, sus corazones.
Pero algo falló. De repente, no era él mismo, se comportaba de modo extraño, casi violento. De nada sirvió el largo peregrinaje por los mejores psiquiatras españoles de la época. Pablo acabó en lo que entonces se llamaba «manicomio», una palabra que por sí sola generaba más miedo que esperanza de curación.
Tenía altibajos, alternaba estancias en el hospital y en el pueblo, pero su madre ya intuía que eso no eran más que «paréntesis» en un párrafo que duraría tanto como sus propias vidas: la suya y la de su hijo.
Un día esta madre descubrió, no sin temor y temblor, que otra mujer compartía el corazón de su hijo, y que el cariño era mutuo. La alegría de saber que su Pablo era querido brotó al unísono con la pena que le producía saber que Rosi —joven, guapa y atractiva— amaba a su hijo, un ser roto. Su cruz había encontrado un cirineo, pero no quería hacer sufrir a nadie.
De nada sirvieron las muchas y bien intencionadas razones: «Tú sabes de sobra, Rosi, cómo está Pablo, sabes qué vida te espera…, lo mejor es que lo dejes, aún eres joven, encontrarás otros hombres, y Pablo siempre me tendrá a mí mientras viva».
Pero el amor todo lo puede y tiene sus razones que nadie entiende. Se casaron y pronto tuvieron un hijo que, desde pequeño, se acostumbró a visitar a su padre los domingos en la capital, «allá donde existe un hospital en el que cuidan a papá». Así fue durante años, acompañando a su madre.
Pablo esperaba la visita dominical y en su mirada se reflejaba una extraña mezcla de inocencia, esperanza y misterio. La mirada de quien contempla este mundo, pero ve otro. Por su parte, Rosi siempre mantuvo una serenidad, fortaleza y alegría inexplicable que brotaba de una fuerza y belleza interior. Testimoniaba así que el amor todo lo puede. Hace unos años murió Pablo tras medio siglo internado. No mucho después falleció Rosi.
«Eran otros tiempos», dirán muchos de los lectores. A unos les parecerá bonita, pero irrealizable hoy día, una vida así. A otros les parecerá absurdo tanto sacrificio. Y en efecto, imposible y absurdo es esta travesía vital y amorosa en la sociedad actual, una sociedad líquida en la que ya no existe la solidez de los principios tradicionales, cuando todo es efímero e inestable como son el placer, los sentimientos o las emociones a las cuales hemos reducido el amor. Esos sucedáneos del amor son demasiado fugaces como para durar toda una vida.
Sería fácil aportar la drástica reducción del número de matrimonios y el aumento del número de divorcios, pero lo que en esta reflexión me preocupa es quién educa en el amor a los jóvenes de hoy para que sean capaces de un amor comprometido, pleno, duradero y, a la vez, gratificante.
Uno de los graves déficits de la educación actual —y no me refiero solo a la enseñanza— es que no educa en el amor. ¿En qué libro de texto, en qué asignatura se habla del amor? ¿Qué medios de comunicación, qué tertulias o programas se dedican a hablar del amor y no de los amoríos? Programas televisivos con audiencias millonarias que trivializan el amor son los referentes para muchos jóvenes y adultos. La hiperinflación de sexo está impidiendo incluso el goce auténtico del mismo como demuestra el aumento del consumo de pornografía en internet, no solo en jóvenes sino también en adultos. Sin amor, tanto el sexo como los sentimientos se vuelven locos.
Una adolescente me contaba las clases de educación para la sexualidad que estaban recibiendo en el colegio —en realidad sería más acertado decir sexualidad sin consecuencias negativas—. Al preguntarle: ¿Y cuándo os hablarán del amor?, me respondió: «Eso es una cosa personal que no se enseña en clase».
La duda que me brotó es ¿quién les habla hoy del amor auténtico? ¿Quién les explica la diferencia entre el placer y la felicidad? ¿Quién les habla del amor personal y no solo del deseo? ¿Quién les explica la diferencia entre el amor y el sentimiento? ¿Quién les revela que el culmen del amor personal es querer el bien, la felicidad para la otra persona, el amor gratuito como el de una madre? ¿Quién les habla del compromiso —prometerse con— personal y duradero? ¿Quién les hace ver que pueden ser dueños del futuro, si tienen el coraje suficiente para superar las dificultades externas y el domino de sí para superar las limitaciones internas tales como los complejos, el egoísmo o la comodidad?
Todo esto me lleva a otra pregunta previa: ¿se puede enseñar a amar? Muchas preguntas que merece la pena intentar planteárselas y, si se puede, dar una respuesta. Por eso frente a tanta frivolidad, sentimentalismos, amoríos y banalidades es necesario plantear en educación: Y del amor ¿qué?
Creo que la vida de Rosi es una lección de amor. Cuando en los últimos años se le preguntaba si había sido feliz respondía: «Sí, porque he conseguido que Pablo fuera feliz a pesar de todo. Me casé para quererlo y lo conseguí».